El mayor ego de la historia
Empecemos por la Chica Tranquila pasando mis fotos al ordenador y retocándolas con el Photoshop, buscando efectos y colores mientras yo le pregunto: “¿Ha habido algún chico que te haya conocido y no haya querido ligar contigo?” y ella responde, sin inmutarse: “Sólo uno y no lo conoces”.
Eso, obviamente, no me incluye y no tiene por qué hacerlo, pero el tema me empieza a interesar, porque además me estoy muriendo de sueño y necesito entretenerme con algo.
“¿Y no piensas que es un poco pesadilla que todos quieran algo contigo, no crees que eso puede hacer que mucha gente no se atreva a dar el paso entre tanta competencia?” y ella dice que le parece bien que la gente siempre quiera algo con ella, aunque a veces sea algo pesado, y retoca mi pelo, lo vuelve azul y luego negro, demasiado negro y luego se lo carga y me dice que estaría mejor calvo -tiene salidas realmente preciosas- y me borra las ojeras. En pocas palabras, hace conmigo lo que quiere.
Y mientras ella juega conmigo, yo juego con ella, a mi manera, a la manera de los 33 años, e insisto: “¿Nunca te ha pasado, que te gustara un chico y no consiguieras que se fijara en ti?” y sin apartar la mirada del ratón y la pantalla, contesta, simplemente: “No”.
La Chica Tranquila es un chollo para un escritor. Un desastre para cualquier ego, por supuesto. Pero tremendamente atractiva si uno pone la distancia adecuada. Además, si no la pones tú, te la pone ella.
¿Es tan guapa como para eso? Desgraciadamente, sí. Me encantaría ser un tipo duro y decir lo contrario.
“Cuando me besaste, me quedé flipada”, me dice, poco antes de confesar que creyó que era gay hasta bien entrada la tarde del jueves. “No lo he vuelto a intentar”, digo yo, inmediatamente, con una sonrisa. “Ya, es verdad”, dice ella, como si no le pudiera importar menos. Como si hubiera una distancia abismal entre sus sentimientos y la realidad.
A mí me parece bien. Mi realidad y mis sentimientos también van por caminos completamente opuestos, aunque sea de otra manera, así que creo que podemos llevarnos bien. Se lo digo. Queremos cosas parecidas.
Nos eternizamos en la comida, porque parece a gusto conmigo. Quizás siga pensando que soy gay y no me he dado cuenta. Está claro que no soy una amenaza, desde luego. No lo soy. Las cosas están exactamente igual que la primera noche en el Costello: tanteándonos. Sin demasiada prisa. Ella es una Chica Tranquila y yo voy hasta arriba de ansiolíticos. Nos colamos en el tren y tramamos excusas.
Cuando me bajo en Príncipe Pío pienso en besarla otra vez. Pienso que realmente no le importaría. Ni para bien ni para mal. Seguiría su camino hasta Méndez Álvaro y luego la 6 hasta Sainz de Baranda y quizás algún día se acordaría y tal, pero, vamos, como el que oye llover. Así que no la beso, o al menos no la beso en la boca sino en la mejilla, y ella me da otro beso en la otra mejilla porque se conoce que es una chica sin reglas: saluda con un beso, se despide con dos. Y al que no le guste, pues ya sabe. Mucha calma.