Que no sepan que mueren
Por Gonzalo Muñoz Barallobre.
Se abre paso el otoño como un disparo. Con sus alfombras de hojas y su olor ocre. Un otoño de lluvia y de tierra mojada. Es el tiempo de pensar qué prometerse y por qué estar esperanzados. Decía Aristóteles que una golondrina no hace el verano. No estoy de acuerdo con este griego. En cada hoja que cae baila todo el otoño. En su vaivén el aire se enreda llevando al resto de árboles el mensaje: hermanos, es el momento.
Estas fechas me gustan de manera especial. Admito que en mí hay cierta propensión a la tristeza. ¿Y qué mejor marco que un paisaje otoñal? Me gusta caminar por la Herrería de San Lorenzo y dejar que el día se escape mientras yo fondeo las horas. Es mi manera de vengarme de la rutina. De ese ritmo inhumano en el que estamos sumergidos. Qué triste cuando se es al mismo tiempo la víctima y el verdugo. Pero esa es nuestra historia. Nuestra autobiografía. Porque conocernos es siempre caminar por la escena de un crimen.
El tiempo sopla secando nuestras vidas y con él pintamos nuestros pulmones de esa muerte que alfombra los parques y las ciudades. Una alfombra que los barrenderos se afanan en retirar. Las instrucciones son claras: que no sepan que mueren. Si lo hicieran, ¿cómo iban a entregarnos su tiempo como lo hacen? Por eso, la muerte es algo obsceno. Nadie la quiere cerca de casa y, menos aún, dentro de ella. Quieren que nos sepamos inmortales como si para cada uno de nosotros estuviera reservada una eternidad. Pero ellos son culpables y nosotros cómplices. Pasamanos por todos los aros y, encima, sonreímos. Cómo dice un escritor muy querido por mí: “nos dan por el culo y cuando nos la sacan encima damos las gracias”. No es ninguna broma, es una verdad tan ácida como amarga. Una flecha directa al corazón de esta humillación permanente que es el día a día. Malditos ellos y cobardes nosotros. Damos todo lo que tenemos y, tal vez esto sea lo peor, dejamos que las personas que más queremos se entreguen sin resistencia. Les decimos “es lo mejor para ti”. Deja de lado tus ilusiones y metete de lleno en la corriente. No seas tonto y sé el mejor nadador del río. Lamento todas las veces que he dado ese consejo, al tiempo que sé que era imposible hacer otra cosa. ¿Quién sería capaz de recomendar un suicidio social?
Y el día sigue ardiendo. Hoy es noche de luna llena y no habrá ni lobos ni hombres. Tan sólo un hibrido domesticado por un Leviatán anónimo y monstruoso. Un animal al que nadie ha visto. ¿Pasará como con el Dios del Antiguo Testamento que quien lo mira directamente a los ojos muere? Sea como sea, lo sentimos. Nuestra vida se escribe bajo su presión. Nos impone su gravedad y con ella viola nuestra intimidad. ¿Cómo salir de este círculo tóxico? Tal vez ésta sea una pregunta demasiado ambiciosa y bastará con saber lo que tenemos que hacer dentro de él. Ser rebeldes, indómitos y feroces. Siempre atentos, despiertos, con el pensamiento bien afilado, dispuestos a acuchillar sin ningún tipo de clemencia. Abriremos la carne de lo social y beberemos de la sangre de su herida. Porque su muerte, si acaso es ésta posible, sólo llegará de dentro a fuera. Desde su interior debemos atacarle, minar sus movimientos, dañar sus órganos hasta que el gran animal muera y de su carne pueda salir otro hombre y otra manera de articular su vida y sus relaciones. Y para que nadie pierda pie, recordaremos que también se puede ser culpable de lo que no se ha hecho.