Publicas declaraciones de cómo publicar
Mi amigo ya está harto. Me llama y me dice que desea publicar, que está cansado de enviar su manuscrito a las editoriales, carta amable mediante, jura de derechos mediante, datos mediante y cinco copias de tostón mediante. Le digo que claro, que qué espera si las editoriales tienen los departamentos de lectura en Siberia, es decir, congelados; que el scouting (cowbook de rodeo) acabó con ellos con ese lazo que todo lo barre para casa. Responde que casi mejor, que él no quiere que le lean, que él lo que quiere es que le publiquen. Un tipo listo mi colega. Mi amigo les llama después a todos ustedes. ¿Será que todos tenemos un amigo así o es que siempre se trata del mismo?
Publicar es algo que siempre está en crisis porque la edición vive inmersa en una crisis perpetua. Al menos, eso es lo que se dice por ahí, aunque hoy en día se publiquen demasiadas novelas, desde luego muchas más de las que encuentran lectores en el mercado. Y es que el del editor no es un trabajo fácil (y si no, aguanta tú la resaca de un autor que ha visto luz en la pelusa de su ombligo) pero, cuando se hace bien, resulta de lo más pintón. Que se lo digan al editor de Carver, quien se sacó de la manga algunos de los mejores títulos de la historia, cosas como Tantas tiendas de chinos tan cerca de casa, No me llamas ni aunque me necesites o ¿Quieres hacer el favor de callarte, puta? Un visionario, el hombre. A los autores desconocidos se les lee por recomendación, pero a los conocidos ya ni se les lee, se les publica por el procedimiento de urgencia y luego ocurre lo que ocurre, que se nos escapan detalles de idiota como el de Dragó.
Yo no digo que esté mal esto de cumplir el sueño de todo veinteañero (aunque quizás algún cuarentón con hijos te atice en la boca del metro y también en la del estómago); lo que no acabo de comprender es de qué sirve juntarse con Boadella y comentarlo a todo trapo y, sobre todo, qué demonios hace con todo ello un departamento editorial: ¿aplaude, se horroriza? Eso sí, es indudable que el asunto vende libros, las zorritas niponas venden libros y más venden aún los revuelos del Hotel Palace Nacional. Uno entra y sale de la plantilla de Telemadrid, lo largan de Viajes Barceló, lo apoyan, lo machacan, lo recogen, se lo comen, le agasajan con azúcar o lo lanzan como un pastel a la cara de la ciudadanía y, al final, va el tipo y se desdice cobardemente: “Todo era literatura. Las niñas existieron, pero todo fue inocente, como cogerse de la mano, un beso furtivo en la mejilla o mirarse a los ojos”.
Sea de un modo u otro (aunque quiero creer que fue literatura, pues me niego a imaginar sexo oral en hoteles japoneses sin estar yo presente), el párrafo es sumamente desgraciado. La literatura es el arte de la sugestión y la belleza, y en lo de Dragó yo no veo ni lo uno ni lo otro, todo lo más un haber cercano a los offbeats mas pueriles y pendencieros, por mucho sexo tántrico que haya de por medio. Tampoco la encuentro en la folletinesca y esperada retractación, cuya imagen es tan rosa como perturbadora y que, por el elemento de abuso de poder que contiene y esa falsa ingenuidad a la francesa, casi resulta más pornográfica que sus primeras declaraciones.
A los “autores polémicos”, los que no diferencian la literatura de su vida, les ocurre lo que a un mix entre Pedro y el Lobo y El cuento de la Lechera: nadie les cree y el cántaro acaba por romperse. Esto pasa cuando uno se hace viejo –que no sabio- y el autocontrol empieza a escasear como el aceite en época de guerra. Recordemos a Cela hablando de su proverbial habilidad para absorber, tirarse, retener y sacar punta a todos sus elevados gases de autor: su senectud, al menos, derivó en graciosa chochez de espantapájaros. Y es que todo autor debería tener un censor a sus espaldas, un conveniente departamento de lectura no congelado, un cowbook o scout profesional que le midiera el ritmo de la lengua y la aceleración cardiaca de sus fantasías. A los políticos tampoco les vendría mal alguien con sens commun (ahora Felipín, a las puertas de su senectud, no sabe tampoco por donde dispara con el caso Lasa y Zabala, como si el amigo quisiera autoinmolarse aunque todos le digan que se deje de charadas).
Los druidas, que eran viejos también –aunque, estos sí, sabios y lúcidos- y que de cribas sabían más que nadie, realizaban (me lo chiva Robert Graves) un curioso ritual de iniciación para los aspirantes a mago de los cojones y bardo de primera. Primero metían al susodicho en un ataúd con la tapa abierta, lo hundían en agua dejándole sólo la nariz al aire y le ponían un montón de piedras sobre el pecho. Después de toda una noche en remojo, como en una receta caníbal de Roland Topor, lo sacaban de allí para, sin darle respiro alguno, ponerle a idear 500 versos druídicos (que tenían su intríngulis, no se crean) que, al cabo de una hora, debía tener aprendidos de memoria, momento en el que no le quedaba más remedio que recitarlos mientras se tocaba una con el arpa. Y es que eso sí que era cuidado editorial, departamento de lectura y verdadera vocación por el arte. Y todo gracias a la mandrágora.
He llamado a mi amigo para contárselo y me ha mandado a la mierda. Por lo visto, estaba haciendo fotocopias por quintuplicado. He llamado a mi editor y me ha dicho que se lo pensaría seriamente (yo ya estoy temblando), y he llamado a Dragó pero no me contesta al teléfono. Será porque llamo a cobro revertido, que una cosa es preocuparse por la materia y otra muy diferente pagarla del propio bolsillo. Y es que, a veces, es tan malo decirlo todo como callárselo. Es lo que tienen las arrugas, que acaban por salir también en el cerebro.
Creo que las lolitas de Dragó no eran las sweet loli de la foto, con sus total look de AP.