Estimado cosmicómico y maestro Calvino, don Italo
por Graciela Rodríguez Alonso
Tras leer la selección de doscientas cuarenta y cinco cartas (algunas ilustradas) que usted escribió entre 1941 y 1985 (cuando lo Peor se hizo realidad), deseo responderle. Debo hacerlo, sobre todo ahora que sé lo obsesionado que estaba con “esos bestias que editan las obras póstumas”. Siguiendo el consejo que dio a su amigo Scalfari, director de La Repubblica, hablaré “con franqueza, tal como conviene a las relaciones de hombre a hombre”.
Agradezco a “esos bestias” la publicación de estas cartas. Por ellas he sabido que tuvo un cajón-cementerio repleto de relatos, novelitas y obras de teatro; que llamándose Italo (aquí el padre de Tristram Shandy tendría mucho que decir), salió con una tal Germana (ídem); estudió agronomía, compuso sonetos herméticos, pasó cuatro días en chirona y buscó con ansia ser de nuevo enchironado porque sólo allí, preso, tenía comida, tan deliciosa en esos años de guerra. Aún no había cumplido los veinte. Al cumplirlos se empeñó con la filosofía para “afianzar sus posiciones”, comenzó un Zibaldone de sus pensamientos, dijo qué bonito y lo abandonó al cabo de tres páginas. El desembarco aliado le libró del reclutamiento forzoso, se hizo partisano hasta el final de la guerra y comunista de por vida. Entonces recorrió fábricas y oficinas para vender las publicaciones de la editorial Einaudi y así poder pagarse un traje y unos zapatos. Quería pasar la vida escribiendo “cuentos perfectos como un montón de huevos”, que si quitas uno todo se hace pedazos, pero Pavese decía que no se vendían (los cuentos).
Su ideal era escribir cosas útiles y divertidas. “Sólo siento mi conciencia en paz si logro divertir a la gente”. Pues sepa que he reído a carcajadas leyendo sus puntualizaciones a críticos y a escritores. A Pampaloni: “Para empezar te informo que sobre el libro de Pavese no has dado ni una”. A Celati acerca de un ensayo de Foucalt: me irrita “con un montón de rodeos retóricos…que ponen de los nervios”. A Sciascia: “He decidido propinarte un bocado amargo en cada carta. Si no, ¿qué satisfacción obtengo?”. Pero bueno, ¿le parece bonito? Le honra, sin embargo, la implacable misiva a Gorlier en defensa de una traductora de Einaudi. Tras brillante combate, zas, zas, el injusto Gorlier queda en un santiamén sin estribos y desarmado por el caballero andante de la palabra. Ahí me conquistó, don Italo.
Ahí y cuando reconoce su neurótica obsesión organizadora, su odio a los adjetivos, a los chistes y a los proverbios, y su pertenencia al grupo de los escritores que escriben mordiéndose las uñas (los hay que no se las muerden y —usted siempre haciendo amigos— algunos que escriben chupándose el dedo). Pero no le perdono que a los cuarenta y seis dijera eso de “así, preparado para lo Peor, cada vez menos satisfecho con lo Mejor, ya paladeo los gozos incomparables del envejecer”. Es cierto que los de Zanichelli le importunaban con la preparación de antologías (y usted dice que hacer antologías es un trabajo espantoso) pero por favor, vivía en Paris, hacía de las suyas con Queneau, leía doce horas diarias… ¿qué más se puede pedir?
Desde el más acá, aprovecho para informarle de que sus novelas se siguen vendiendo por docenas (como si fueran cuentos-huevo). Qfwfq, ese viejo que todo lo sabe y anda dejando signos por el cosmos, tal como usted dispuso, se lo confirmará.
Correspondencia (1940-1985) de Italo Calvino ha sido publicada por Ediciones Siruela.