Por
Alfredo Llopico.
En el Edificio Hucha de la Fundación Caja Castellón, Eduardo Mendoza afirmaba de sí mismo que es el “garbanzo negro” de los hijos de Barcelona porque siempre ha procurado irse de la ciudad. Y sin embargo, cree que en la mayoría de los casos es precisamente ese vástago el que acaba por contar la historia de la familia. Comentaba también que su ciudad le interesa, pero le oprime, razón por la que le gusta el cambio. Esa es la razón por la que, probablemente, ha vivido muchos años en otros lugares, en países como Holanda, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Austria… que siempre ha procurado estar fuera porque le gusta ser extranjero, de modo que al volver -porque siempre acaba volviendo-, ha visto la ciudad con otros ojos. Una visión distinta de la de aquél que siempre vive en su casa, del que le parecen normales cosas que no lo son o le parecen raras cosas que son normales. Porque lo importante para Mendoza es tener elementos de comparación.
Al aplicar esa filosofía al ámbito literario afirmaba que también hay cientos de escritores de los que se siente influenciado. Es decir, que no se pasa la vida leyéndose a sí mismo. Unos porque son buenos y son grandes maestros. Otros, porque no son buenos, pero hay algo en ellos que le resulta relevante. Es muy importante, afirmaba, la influencia de los escritores malos, ya que uno aprende lo que no se debe hacer, se les ve la trampa y eso enseña mucho. Porque, como afirmaba Eugenia Rico, también en el edificio Hucha, el escritor tiene que leer mucho para tener una voz propia y única, para no parecerse a nadie. Porque si no lee, se parecerá a quien no quiere.
Pues sí, es cierto. Pero frente a esta necesidad de viajar, de conocer otros lugares, otras personas, otras culturas y tradiciones, frente a la necesidad de fomentar la curiosidad, que nos recuerda Mendoza, nos enfrentamos a una visión narcisista de lo que consideramos propio, que nos aísla y nos hace autosuficientes en un discurso continuista que probablemente nos reduce a un mundo cada vez más pequeño. Y así, en nuestro particular mundo local encontramos que nadie necesita de nadie porque todos nos consideramos el centro del universo en lo nuestro, el culmen de la perfección en lo que hacemos, un foco emisor a imitar que no necesita de referencias porque todos y cada uno de nosotros nos consideramos perfectos.
Dejémonos pues de paternalismos en este mundo cada vez más deslocalizado y descentralizado para empezar a estar abiertos y curiosos, para empezar a saber estar atentos a las propuestas que definen las nuevas líneas por las que marcharemos mañana mismo. Líneas que precisamente no son las nuestras.
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