Demasiado preocupados por subsumir todo lo que ocurre a la ortodoxia de su propia escuela, son legión los filósofos que acaban por no entender nada.
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La plantilla conceptual de la filosofía y la ventana dogmática de la ideología son dos caras de la misma patología: la de anteponer el raquitismo de las categorías analíticas al ubérrimo pluralismo de la realidad.
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En el mejor de los casos, los filósofos logran explicar aquellos fenómenos a los cuales sus respectivos sistemas admiten la condición de tales: el resto, ni siquiera llegan a percibirlos…
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Si el filósofo, en su soberbia, pretende dar cuenta de lo complejo, ha de hacerlo de un modo complejo o, al menos, elástico y flexible; lo contrario es convertir la navaja del pensamiento en puñalada trapera.
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No es cierto, como caricaturizaba Aristófanes, que el filósofo viva en las nubes: como permite constatar un somero examen de sus más eximios representantes, suelen hacerlo en un cuarto estrecho en lo alto de un torreón sin grandes ventanas.
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Pensar pasa por prestar oído a la algarabía del mundo, tratando de deducir su armonía subyacente; filosofar (o al menos, hacerlo como lo hacen los filósofos académicos), por reducirla a una pauta constante e invariable que, en verdad, nadie ha escuchado ni escuchará jamás.
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Frente al filósofo académico y su monótona pianola, el humanista y su majestuoso órgano catedralicio.
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El humanista, cuando medita y cavila, tiene en mente todo lo que ha aprendido para tratar de acogerlo en un amoroso abrazo; el filósofo de escuela, en cambio, aspira a someterlo a la horma que diseñó su zapatero de cabecera.
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Para el humanista, nada de lo humano le es ajeno; para el filósofo, todo salvo aquello que se prosterna ante sus imperiosos imperativos categoriales.
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Por mucho que Kant quisiera creer que ponía cada cosa en su sitio, simplemente estaba tratando de ubicarlas en su esquemática cabeza.
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Kant rebaja a la humanidad a un asfixiante sota, caballo y rey; el humanista le reintegra el resto de la baraja.
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Pensar no debería consistir en torcerle el cuello a lo real para que se ajuste a los parámetros de la propia doctrina, sino enroscarse hábilmente en torno a él, insinuándole que nos susurre su verdad al oído.
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No todo lo que piensa, dice y escribe un filósofo es filosófico… aunque sus discípulos (y, a veces, él mismo) quieran creer que sí.
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La auténtica filosofía es «filosofía de», es decir: una conciencia vigilante que vela por la pulcritud del pensamiento para evitar que se llame a engaño. Por eso urge implementar, de una vez por todas, una «filosofía de… la filosofía».
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Quizás fue Hegel el primer filósofo de la filosofía digno de tal nombre, si bien no es hasta Heidegger cuando el pensador se escabulle de la cáscara ideológica de la tradición filosófica para, desde fuera, juzgarla… y condenarla.
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Que Hegel sintetizase la labor filosófica en la imagen de un ave nocturna plasma la perfección su auténtica naturaleza… póstuma. La tarea humanística, en cambio, se parece más a la arqueología: devolverle la vida incluso a aquello que parecía muerto y enterrado… mejor aún: sobre todo a aquello que dábamos por muerto y enterrado.
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La filosofía, si se ejerce como arte, aún puede contribuir al conocimiento humanístico; en cuanto se aplica como técnica, en cambio, se opone a él y lo condena al ostracismo.
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La filosofía es una mendiga cuando piensa y una diosa cuando dice lo que ha pensado… o, al menos, así se presenta ella.
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Si el filósofo tiene algo de arquitecto celestial, el humanista prefiere percibirse a sí mismo como un modesto relojero.
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No tiene nada de extraño que la única filosofía que admitían los «studia humanitatis» durante el Renacimiento fuera la moral: todas las demás no son más que mera ideología disfrazada de ciencia del discurso.
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Si el filósofo se finge humilde al declararse «amante de la sabiduría», cuando lo cierto es que se cree más listo que nadie, el humanista, infinitamente más ambicioso, aspira a dar con ese amoroso hilo común que enlace lo que han pensado todos los hombres, todas las épocas, todas las culturas. La distancia entre ambos no puede ser mayor.
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El filósofo académico hereda la ‘hybris’ del teólogo y la transmite al científico, quien a su vez se la cede a la máquina que todo lo recuerda, todo lo explica y todo lo prevé. Ninguno de los tres puede quejarse por que las cosas hayan acabado como lo han hecho: si ha sido así, es gracias a ellos.
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En el siglo XXI, retomar el humanismo pasa por impugnar las pretensiones totalitarias de la teología, la filosofía y la ciencia, y devolverle sus derechos a la sencilla meditación, el diálogo atento y la errabunda cavilación. Para salir del atolladero al que nos han abocado los tecnólogos del conocimiento, urge volver los ojos a los artesanos del saber.
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José Luis Trullo (Barcelona, 1967). Sus últimos libros son Retorno al humanismo. Lecturas de sabiduría perenne y La condición humanista. Editor de la revista digital Humanistas. Fundador del Congreso Nacional de Humanistas. Colaborador de la revista digital Entreletras.