Daniel González Irala.
Publicada en 2016, ocho años después de la funesta primera crisis económica de 2008 que tanto acució a los sectores económicos también españoles, en que se ambienta, la novela es ante todo una sátira del mundo editorial centrada en dos personajes escritores—Octavio Saldaña y Alejandro Ballesteros— que a su modo se aman, se ayudan, se traicionan y se pierden en esa globalización que es la memoria, para pasar a nunca olvidarse debido a esos restos del naufragio que pesan sobre el talento y hacen ganar una silenciosa partida de ajedrez a la mediocridad más restallante, aquella que se posiciona en el favor de lo que otros que no son escritores, ni sueñan con serlo, quieren conseguir en unos tiempos que empiezan a recordar por lo adocenado, a los nuestros de hoy.
Narrada por Ballesteros, que acaba de sacar al mercado Un debut prodigioso, libro de cuentos que contará siempre con el favor de un Saldaña que se dedica a apariciones radiofónicas y televisivas desde donde le ensalza por su estilo, a pesar de que él mismo lleva diez años sin escribir nada que considere digno de ser publicado; sí lo hizo en su tiempo con la prodigiosa y alabada novela El arte de pasar hambre (trasunto de la primera gran obra de Prada, Las máscaras del héroe) y lo seguirá haciendo cuando a propósito de Madonna, primer cuadro novelesco de Alejandro, se inspire en algunas obras de Henry James, que a Alejandro se le hacen pesadas, volubles y complejas —como sus narradores— para la reinvención en torno a la vida de un falsificador de cuadros en una Venecia inventada. Es entonces cuando el mirlo blanco es aplastado por el talento de un Saldaña en estado de gracia, el de la recién parida Volverán banderas victoriosas (también muy parecida en su contexto a Me hallará la muerte, del mismo autor que escribe, aunque no narre), obra maestra según su mujer Nieves, que le ama con una fe perdularia aunque sincera que para lo único que sirve es para convertirlo en un monstruo, tras el boicot que desde la prensa y la editorial Hermes sufre, al considerarlo un indigente ideológico.
Más que sobre este par de solitarios escritores capaces de afrentar la soledad de escribir hoy en día desde lo peor y lo mejor, lo que mueve los hilos de la novela, son obviamente los tejemanejes editoriales entre Hermes y su hasta la fecha factótum Evelyn, una señora mayor y escamada que esta dejando paso en su influencia, a detritus literarios, tales como escritores nocilleros o a otros que regentan negocios más pequeños como Nicolás, y que quieren sacar tajada arribista de todo lo que se mueve.
Otros personajes de no menos interés que favorecen el movimiento de estos hilos son Rosario, que estuvo emparejada con Saldaña, y a quien dejó estrellada al rehacerle destrozándoselo, su primer libro de poemas, dejándola además abandonada con una hija de la que era padre; y la novia de Ballesteros, una azafata de vuelo poco intelectualoide, pero que sabe ser pragmática cuando hay que serlo, alguien que recuerda en su final abierto sin serlo a la Castaño de Cela.
Pero, como insistíamos en un principio, si la novela mueve y conmueve es por el duelo Ballesteros-Saldaña que nos asalta como subtrama principal: «Tal vez porque era un hombre sin inhibiciones, Saldaña sabía como hacer saltar en añicos las inhibiciones de su interlocutor», este fragmento proveniente de antes de empezar a escribir Volverán banderas victoriosas, hace que el viejo capitoste de las letras conquiste un lugar sólido cuánto menos. Otra frase que define a don Octavio a la perfección es la siguiente: «La lectura voraz y ladrona de su sueño fue convirtiéndolo en un niño retraído, en un adolescente esquinado y lúgubre; la lectura fue la armadura que lo abroqueló contra la intemperie, pero también el veneno que impidió su sanación completa».
De resultas de la lectura, el vicio de escribir casi desnudo, con frío y sabañones en las manos en su casa de Torrelodones, con velones y a mano, sabiendo que «una cosa es que uno quiera dejar la literatura y otra que la literatura quiera dejarlo a uno, porque cuando la literatura nos quiere de veras, es una maldición y condena perpetuas, sin derecho a revisión».