Escribe Gerardo Diego en un poema de 1951: “La muerte y la vida me están jugando al ajedrez”. O, más precisamente, escribe, en un juego de espacios muy expresivo, herencia de sus años ultraístas:

Alguna vez ha de ser 

La muerte                              y la vida 

           me                                 están 

   jugando                               al ajedrez.

Y con estos versos enfrentados como a dos lados del tablero ilumina y explica la sugerencia que los dos sonetos de Borges sobre los que no dejamos de volver en estos artículos insinúan sin llegar a decirla. En efecto, si el cosmos es una gran partida de ajedrez, ¿qué somos nosotros sino peones a los que, sin pedirles permiso ni opinión, se lanza al ataque o se sacrifica para la defensa, piezas mínimas que solo pueden avanzar pero nunca retroceder y que de vez en cuando cambian de camino en un imprevisto movimiento diagonal con el que, por así decirlo, descarrilan? ¿Qué sentimiento podemos tener ante las desgracias y los golpes de fortuna de la vida sino que, en efecto, somos movidos sin darnos cuenta por dos jugadores que disponen de nosotros para su victoria? 

La idea es tan inmediata, tan obvia y poderosa, que puede encontrarse con variaciones en los textos más diversos para expresar la trágica pequeñez del hombre frente a la vida. Por ejemplo, en Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé, el protagonista, Bird, piensa algo muy parecido al tener que decidir sobre su hijo recién nacido con una hernia cerebral que hace muy improbable su supervivencia y completamente imposible su normal desarrollo. Al preguntarle el médico crudamente qué quiere hacer con él, Bird se desespera: “¿Qué demonios podía hacer? Primero te llevan a un callejón sin salida y luego te preguntan qué quieres hacer. Ese hombre parecía un ajedrecista malvado”. Porque, en efecto, así nos conducimos los ajedrecistas con el peón al que hacemos avanzar quizá con la esperanza de la coronación para luego abandonar a su suerte o cambiar por una pieza enemiga. Así actúan también, de hecho, los generales de los ejércitos reales, de carne y hueso, que tratan a sus soldados como piezas del tablero estratégico, como denuncia Óscar Hahn en un poema titulado (con comillas en el original, porque son las palabras del general) “Perdí muchos hombres”:

Usted no pierde hombres general

las familias los pierden:

los padres las mujeres los hijos

Lo que usted pierde son piezas

en un tablero de ajedrez

Pero no se preocupe

pronto le llegarán más torres vivas

más peones desechables

Preocúpese mejor

de esa dama de negro

que está en campo contrario

y ya sabe su próxima jugada

 

A veces, como vemos, no es solo la guerra, sino la vida entera, la que nos trata como a peones desechables con los que entretenerse con las formas de violencia más absurdas y crueles. En el faulkneriano condado de Yoknapatawpha, por ejemplo, un personaje (concretamente el Brown de Luz de agosto) puede sentir la existencia como una partida de ajedrez a la que uno es arrojado, diríamos, en medio del ruido y la furia, cuyas reglas pueden cambiar de forma imprevista: “Le parecía que todos, el negro, el sheriff, el dinero, eran solamente formas, como figuras de ajedrez movidas sin razón, de un modo imprevisible, por un Adversario que podía adivinar sus movimientos antes de que los hiciera y que creaba espontáneamente unas reglas que él estaba obligado a seguir, pero no el Adversario”. Y, suponiendo que un demiurgo sanguinario gobierna nuestras vidas, el episodio de la castración de Christmas se anuncia con un seco “El Jugador no había terminado todavía”.

La misma precisa idea y casi con la misma formulación (aduzco otro ejemplo por probar hasta qué punto esta sensación parece universal en la literatura del siglo XX) aparece en la primera parte de un poema del peruano Javier Sologuren titulado “dos o tres experiencias de vacío”, que a la luz del texto de Faulkner no necesita comentario:

sabemos (creemos saber) que

hay un tablero

piezas

casillas claras y oscuras

sabemos   (entrevemos) que

otros

juegan con nosotros

pero

qué pieza se ha movido

quién la ha movido

cómo se ha movido

y a fin de cuentas

qué sabemos

de las

reglas del juego

dentro de este cuarto

donde

el día es una

mecha humeante

 

El ser humano, nos enseña la literatura, no es más que un peón en el inmenso tablero de ajedrez de la vida expuesto a la violencia más cruel, y quizás entonces el existencialismo melancólico de Pessoa es en realidad consolador porque percibo tedio y sinsentido, sí, pero al menos pacífico, más triste que agresivo: “[…] la vida que hemos tenido sin saber cómo y perderemos sin saber cuándo, el juego de diez mil ajedreces que es la vida en común y en lucha, el tedio de contemplar sin utilidad lo que no se realiza nunca”, “el fondo plano de cuadrados sobre el que se levantan las piezas del ajedrez hasta que las guarde el Gran Jugador que, engañándose con una doble personalidad, juega y se entretiene siempre consigo mismo”, porque quizás la vida y la muerte del poema de Gerardo Diego son, en realidad, la doble personalidad de ese “Gran Jugador”, de ese “Adversario” que se entretiene moviéndonos por el tablero y al que conocemos también con el nombre de existencia.