El mar es un olvido
Francisco Cervilla.
“En la madurez hay misterio, hay confusión”, escribe John Cheever en el comienzo de sus Diarios. Por fortuna, el misterio nunca desaparece, y Cheever dedicó casi cuarenta años a esos diarios: sus tribulaciones, el misterio de la vida, siempre estaban ahí.
Probablemente su pasión por la escritura y, sobre todo, las geniales páginas de estos diarios, fuesen el intento de encontrar alguna respuesta, el anhelo de hallar las ventanas ciegas de su vida, que diría Vila-Matas, aun sabiendo desde pronto que la respuesta era que no había respuesta, y quizás lo que en realidad pretendía era extraviarse, despistarse de sí mismo, perderse en el camino para seguir avanzando, poder “ir hacia el mar como un enamorado”, tal y como escribiese en uno de sus cuentos, única manera de no ahogar su deseo.
Un anochecer, anota en una de las entradas al diario, durante un solitario viaje en carretera por la costa de Massachusetts, Cheever, vislumbra en la lejanía un sucinto y alargado trecho de mar atrapado entre dunas. Esa vista le asusta. Su belleza crepuscular le seduce a la vez que le estremece.
Con un sentimiento primitivo, señala él mismo, atribuye cierta magia al mar, una especie de insensata voluntad: el mar es un demandante, afirma.
Cheever siente que el mar, gran metáfora, pide, y le pide algo a él, como pudieran hacerlo el runruneo de sus pensamientos, las palabras que le hablan, el deseo que lo perturba. Agitaciones de su mundo interior que entrega a las páginas de sus diarios.
Mucho tienes que creer en el mar, o mejor sería decir, mucho tienes que respetarlo, como se le enseña a la gente que ha nacido en sus orillas, para entrar en su conversación y aceptar su hechizo hasta quedar atrapado, sin notarlo, en su potente y magnética llamada.
Cuando te sientas en la orilla frente al mar, mirando el impresionante paisaje cuya belleza puede transformarse en una horrible amenaza o en la peor pesadilla, el mundo queda tras de ti y delante sólo la superficie hipnótica y pulsátil de la nada con la que te aíslas, en la que por momentos quisieras quedarte a vivir, lejos del cada vez más insoportable hedor reaccionario que se está instalando en el hábitat humano, propio de este “tiempo taimado y vivamente iletrado”, como escribiese Vila-Matas en un artículo sobre Martin-Santos en su Café Perec.
Y así, ese mar con el que hablas, tumba de miles de esperanzas, abismo de abandono y de existencias truncadas, se te presenta como depósito de otros mundos, otras culturas, otras vidas, incluida una parte de la tuya, perdida ya también. Y gana sentido lo que escribiese Jorge Guillén: “el mar es un olvido”. Un olvido que te alcanza y del que, de manera creciente, vas formando parte hasta que toda memoria que te contenga desaparezca y finalmente sólo quede el mar.
Pero para Guillén el mar no sólo es muerte y olvido, sino que también es una canción, un amante, es “fiel respuesta al deseo”.
Marguerite Duras, en La vida tranquila, lo dice de otra manera: “El mar te quiere inmediatamente, rugiente de deseo. Él es tu muerte propia, tu vieja guardiana”.
Claudio Magris, que es de mar y que dedica hermosas palabras al encuentro brumoso y eternamente nuevo del Danubio con el mar, escribe en Microcosmos: “el océano posee algo de eterno, de perenne que nos domina”. “Intensifica el gozo y la sed de la vida…” “Es una gran prueba del alma”.
Y yo que soy de mar y siento que le debo algo arcaico que me liga a él, caigo en la cuenta de que el mar de Cheever, en realidad todos los mares, sabe de ti lo que tú desconoces, te habla de lo que le has confiado, te reclama lo que tú esperas de él: tu mirada, tu tiempo, su contemplación, pide tu amor, tu presencia, te quiere suyo.
¿Y es que acaso el deseo del mar no es tu propio deseo? ¿Su demanda no es tu propia demanda? La demanda, la tuya o la del otro, que viene a ser la misma, no deja de ser una pesada y asfixiante envoltura del deseo, de la que en cada ocasión hay que librarse para quedar ligero, vacante para otras posibilidades de la vida.
En otra entrada de los diarios leemos: “Lo que nos detiene no es lo que deseamos sino lo que tememos desear”, que es tanto como poner a distancia un deseo, someterlo a la censura de una demanda instaurada como una instancia superior, que dicta que ese deseo, con el que al final Cheever se las acaba componiendo, lo destruye.
La anotación de ese temor resuena con la inquietante y atrayente vista nocturna de una porción de mar atisbada desde la carretera en un solitario viaje en coche por la costa de Massachusetts, que condensa misterio y deseo. Mar deseado y temido.
Prueba del alma para Magris, conflicto de deseos para Cheever, o encrucijada de opuestos para Vila-Matas entre el sonámbulo mundo de los ágrafos trágicos o la pasión extrema por vivir en la literatura, contemplados ante la poderosa y perturbadora presencia del mar.
En Epifanía en Tunquén, Vila-Matas habla de la primera vez que se encontró frente al Pacífico Sur: “quedé inmovilizado un buen rato por el rumor del oleaje, por una sonoridad brava que alguien insinuó que provenía de batallas antiguas y que, desde entonces asocio al origen mismo de mi novela El mal de Montano. Porque fue allí, frente al mar, donde compuse el inicio de mi nuevo libro”.
Y así, bajo el soplo del océano, desde la costa del Pacífico Sur, Montano tomó vida y emprendió su largo viaje. Poco después de haber leído la cita de Cheever, escucho en la radio una entrevista al conocido surfista vasco Kepa Acero, en la que dice: “cuando entras en el mar, el tiempo lo dejas en la orilla”.
Te olvidas de ti, lo suspendes todo para entregarte sin reservas a un mar cuyas caricias “entreabre la muerte”, que dice Jorge Guillén. O al ávido y erótico mar de Luis Cernuda: “la única criatura que pudiera asumir tu vida poseyéndote”.
Esa es la inquietud del autor de El nadador. Este mar demandante, capaz de aniquilarte o darte la felicidad, cuando no ambas cosas a la vez, que te llama y al que te diriges, y en cuya superficie pudiera emerger, como un resto inasimilable, el monstruo que te mira, o el flotante y sobrecogedor volcán Tängri de El mar de las Sirtes: el misterio irresoluble de la vida.
Ese mar es el piélago, escribe Cheveer. El océano abierto, lejos del litoral y del suelo continental, bajo cuya superficie, techo de tantos secretos, se encuentra el ingobernable mar de Conrad: el abismo marino, profundo, oscuro y extraño. Como si fuese la metáfora de su más temido, insistente y desobediente deseo: su perturbador, por ambivalente, deseo sexual.
Y así, frente al mar, con el mundo tras de ti, tu mirada se pierde sobre el azul deslumbrante y hechicero del piélago siguiendo la ola viajera llegada desde un lejano continente hasta tu orilla, para verla crecer, cerrarse sobre sí misma y lanzarse sobre ti antes de romperse y volver de nuevo a resurgir, una vez y otra, y otra y otra más, en perpetua repetición, anunciando desde siempre, sin que te hubieras percatado de ello, la última ola a la que nadie sobrevivirá. A fin de cuentas, escribe Duras, “uno es agua de mar”.