Leer novelas no te hace más inteligente

 

José Luis Trullo.- Existen pocos tópicos tan difíciles de extirpar como el de que “la lectura nos hará libres”. Poco importa a quienes lo propalan el que nada menos que todo un Sócrates abjurase de la mismísima escritura, a la que acusaba de poner en peligro el cultivo de la memoria; o que Jesucristo o Buda, dos de los (ejem) “influencers” con más “followers” de la historia de la humanidad nunca se preocupasen en consignar por escrito nada de lo que pensaban. Erre que erre, continúa indisputado el lema de marras, como una salmodia cuya repetición acaba calando en el subconsciente colectivo a modo de mantra hipnótico.

A su perpetuación se ha sumado el recientemente nombrado académico y novelista Javier Cercas, cuya afirmación “un hombre o una mujer con una buena novela en las manos es un peligro público, una bomba de relojería ambulante, un potencial pensador por cuenta propia” corre hoy de mano en mano como la falsa monea, es decir, como un nuevo martillazo remachando el clavo del lugar común (y para mayor dolor, presentándose como si fuese revolucionario): el de que, ya no la escritura, ya no la literatura, sino la literatura de ficción, proporciona -por sí misma, como si fuese una varita mágica- herramientas suficientes para liberar al lector del yugo de la ignorancia.

Contra quienes -apegados a la clásica imagen del niño que, al pronunciar unas palabras plasmadas sobre un grueso volumen de conjuros, adquiere poderes taumatúrgicos y, bañado por una luz sobrenatural, puede hacer y deshacer a su antojo- defienden la tesis de que los libros, por sí mismos, transforman el mundo “desde dentro”, hasta el punto de que (aducen en su defensa) muchos han sido quemados por lo peligrosos que resultaban para el poder instituido, es preciso recordar algunas cosas.

Ante todo, parece que poco importa para la supervivencia de dicho tópico el hecho de que, desde la invención de la imprenta a mediados del siglo XV, se hayan publicado infinitamente más obras, y en el caso que nos ocupa, novelas mediocres, malas o pésimas, que no sólo no han hecho nada por formar la conciencia crítica del lector sino que, por el contrario: a) han tratado de inhibirla mediante la difusión de consignas, dogmas, falacias o medias verdades, o b) han sido utilizadas únicamente como un pasatiempo inocuo, como una forma de evasión sin ningún impacto en el pensamiento o en la existencia de sus destinatarios.

Claro, Cercas se ha preocupado muy mucho de especificar que él defiende el valor de las “buenas novelas”. ¡Acabáramos! Eso lo aclara todo. Las novelas subversivas, las que merecen el nombre de tales (pues las demás son pseudoliteratura, como por otro lado lo eran para Cervantes las de caballería y para Flaubert las románticas) son aquellas que cumplen la función que Cercas estima que las novelas debe cumplir… y, ante todo, imagino que las del propio Cercas. Frente a la pléyade de autores de (¡uf! ¡bah!) best sellers, pura morralla alienante y cómplice de la autoridad competente, se erigiría un panteón de títulos eminentes que, ellos sí, estarían llamados a desempeñar un papel de faro de la humanidad con un pecho fuera, como la libertad guiando al pueblo en el célebre cuadro de Delacroix. Se pone así sobre la mesa el espinoso tema del “canon”, en torno a cuyo contenido tirios y troyanos se enzarzarían en eternas diatribas que, caso de resolverse, seguramente acabarían desembocando en la erección -con perdón- de un reducido abanico de referentes inapelables y, como tales, muy poco subversivos.

Por desgracia, el de los novelistas no es el único gremio que se arroga el monopolio de la libertad de pensamiento, del espíritu crítico y de la (¡ay!) peligrosidad social, como si el llevar la contraria o constituirse en una amenaza ambulante -la imagen de la bomba de relojería no puede ser más desafortunada- mereciese, por sí misma, el rango de heroicidad o se relevase como prueba irrefutable de integridad moral… o, peor aún, ¡de estar en lo cierto! También los filósofos son muy insistentes en esta idea: apelando a Sócrates, el ágrafo condenado a darse muerte por la culta Atenas acusado de “corromper a la juventud” con sus postulados incívicos, se erigen en sus soberanos herederos, de manera que estarían llamados a tener siempre la razón por el mero hecho de oponerse a las opiniones consuetudinarias sostenidas por la rúa. Ni que decir tiene que dicha convicción la han sostenido todos los filósofos de todas las épocas, ¡a despecho de sostener ideas contrarias entre ellos! Es lo que ocurre cuando, más que ambicionar la verdad, persigues el dudosísimo honor de sentirte infinitamente superior a tus errados coetáneos.

Hablando claro: escribir o leer libros, y mucho menos novelas (por muy buenas que se crean), no nos hace más inteligentes, ni más libres, ni más críticos. Lo que nos libera de todas las cadenas -incluidas las impresas- es el ejercicio constante, denodado e insobornable de la razón, es decir: del examen atento de nuestros propios prejuicios (¡y no sólo de los ajenos!) a la hora de interpretar lo que nos cuentan y lo que nos pasa. Es absolutamente innegable que la lectura amplía nuestro círculo de referencias, tanto en el tiempo como en el espacio; pero si ello no redunda en una voluntad indoblegable por poner nuestros conocimientos al servicio de una tarea moral, existencial, no es más que pura filfa: humo, polvo, sombra… nada. Como alertaba Lichtenberg en uno de sus mejores aforismos: “Un libro es un espejo; si un mono se mira en él, el reflejo no podrá ser un apóstol”. Una novela, por muy buena que uno crea que sea, jamás liberará de nada a nadie que no sea capaz de ejercer su criterio por sí mismo, ya sea leyendo un gran libro, conversando con un amigo o paseando junto a un riachuelo mientras se pone el sol por el horizonte.

 

 

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