Dejen de joder con la normalidad
Porque el problema está justo ahí: en la normalidad. Esa que se intenta recuperar después del caos y la tragedia. Esa que ahora se añora como si fuese un tiempo y un espacio prodigioso en el que todo era coherente y las acciones se regían por el sentido y el bien común.
Quizá sean las estrategias de afrontamiento, los recursos de la mente ante la tragedia, o el instinto del alma de aferrarse siempre a una esperanza quienes ahora invocan una normalidad idealizada olvidando o negando la realidad imperfecta, desafinada, dispersa y desenfocada que precedía la tempestad. Porque en ella, en esa normalidad de todos los días, la atención mayoritaria, los debates, los esfuerzos y las decisiones se dirigen, precisamente, a lugares que desatienden el bien común y que amplifican los daños, la destrucción y el sufrimiento cuando explotan las bombas, empieza la tempestad o llega la riada.
Esos gritos que reclaman ayudas urgentes del Estado y servicios de emergencia impecables que puedan responder a catástrofes extraordinarias (por otra parte, cada vez más ordinarias); esas olas de solidaridad y voluntarismo, de compasión, activismo e indignación son eso, voces que se lleva el viento y olas que apenas dejan huella, como mucho una espuma efímera, en la arena de la normalidad. Porque cuando ésta vuelve, vuelve también el mirarse en el ombligo, el dudar del cambio climático, el desentenderse de los servicios públicos, el trapicheo, el “si quieres te cobro sin factura”, el cálculo y estrategia para pagar menos impuestos y los malabarismos morales para justificarse amparándose en la malicia del de enfrente o en “la corrupción de los políticos”.
Ya ocurrió en la pandemia. Llegó la normalidad, dejamos de aplaudir a los servicios sanitarios desde los balcones y, vaya por dios, se nos olvidó la importancia de su cobertura universal y gratuita, la promesa de dotarlos de medios y de reconocer social, profesional y económicamente su incalculable valor y función social. Ahí siguen, en la precariedad atendiendo emergencias.
Pero en la normalidad ya no hablamos más de esas cosas. ¡Vaya rollo! No hablamos de prevención de riesgos sino de planes de urbanismo con promociones de viviendas de lujo; no se habla de colaboración y coordinación sino de crispación y enfrentamiento político; no se habla tanto de solidaridad como de competición, y se habla hasta la saciedad del tiempo meteorológico mientras se niega el cambio climático. En la normalidad no se habla del bien común sino de intereses partidistas y privados, se infravalora la gestión y experticia técnica cuando incomoda y se habla más de privatización y de recortes que de inversión en esos servicios públicos que luego se exigen, imploran y critican. En la normalidad, incluso cuando los avisos llegan a tiempo, a menudo se tachan de alarmistas o no se les presta atención porque está la tele puesta. En la normalidad vivimos distraídos en anécdotas y trivialidades, en entretenimientos infantiles, desentendidos de las señales y de acontecimientos cruciales que ocurren lejos o en otras escalas (política, climática, económica) pero que están íntimamente relacionados con la tragedia que, de repente, nos asola a la puerta de casa. En la normalidad solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena.
Así que no me jodan más con que hay que recuperar la normalidad. Porque cuando la normalidad llega, nos vamos de cañas y se nos olvida el barro.