Boxeo y literatura (I). ‘Young Sánchez’, de Ignacio Aldecoa
Pocos deportes, quizá ninguno, tienen mayor pedigrí literario que el boxeo, presente en el Parnaso desde las odas y los epinicios de Píndaro, celebrador de los púgiles vencedores en los Juegos Olímpicos, hasta la inmensa cantidad de cine y novela de género negro que lo ha tomado como tema en el siglo XX. De todo ello habrá tiempo de ocuparse, pero como comienzo prefiero la mejor obra literaria de las que conozco que tratan el boxeo: “Young Sánchez”, cuento de Ignacio Aldecoa, el gran autor del realismo social de los años cincuenta.
Su cuento, como puede esperarse del autor, está lejos del tono laudatorio y grandilocuente de Píndaro y, aunque no tanto, también del ambiente hampesco y criminal frecuente en Estados Unidos. Se trata más bien de una visión cotidiana y sociológica del boxeo (no hay que olvidar ni menospreciar la importancia social del boxeo en la posguerra, cuando formaba la “trilogía clásica” del deporte español junto con el fútbol y el ciclismo) porque el cuento, más que del deporte o del boxeador, Young Sánchez, trata en realidad del barrio en el que este vive y del que el protagonista funciona como símbolo. ¿Cómo es, pues, este barrio? Obrero, popular y, por consiguiente, esencialmente pobre, hasta el punto de que el padre del protagonista tiene como principal objetivo en un futuro no demasiado cercano ahorrar algo para comprar una radio a plazos, aunque para eso necesita que su hijo, Young, triunfe como profesional. De hecho, los boxeadores que entrenan en el gimnasio son todos aficionados e incluso alguno de ellos tiene que salir al ring “con todo prestado: las zapatillas, los calzones y la camiseta” y con una toalla amarilla como su única propiedad sobre el cuadrilátero. Aunque en todos los ambientes hay clases, por supuesto, y también hay en el gimnasio algún boxeador con dos pares de zapatillas, uno para entrenar y otro para los combates, y es difícil que uno de ellos se enfrente, siquiera en diez minutos de entrenamiento, a uno de los más pobres; pero también es improbable, dice el narrador, que ninguno de ellos sienta “verdadera afición al boxeo”, que utilizan más bien como pose y excusa para presumir: “Eran boxeadores para las novias y los tontos del barrio”.
Esta frase, por su parte, revela el papel social del boxeo en el barrio, donde representa la posibilidad de una mejora económica y de un reconocimiento, un prestigio, de otra manera vedados (una constante en el deporte, como el fútbol en las favelas de Río o el baloncesto en el Bronx). Basta ver las ilusiones que, casi prohibiéndoselo a sí mismo, se hace el padre de Young ante el inminente debut de su hijo: “Se sabía [Young] una esperanza y un asidero de algo inconcreto que siempre había rondado el corazón del padre; un deseo de estima, un anhelo de fama, una gana de que se le tuviera en cuenta”. Así pues, el boxeo ofrece la esperanza de un progreso material, aunque sea tan modesto como para sustanciarse en la compra a plazos de un aparato de radio, pero también un orgullo familiar dentro del barrio y, por extensión, un orgullo social, casi valdría decir de clase, de todo el barrio, exhibido en el bar de referencia (y punto de reunión de exboxeadores) por el dueño en una serie de fotografías firmadas por los campeones salidos de allí.
Se comprenden perfectamente, por tanto, los nervios de Young antes de su primer combate oficial. Si lo gana, quizás haya para él y para su familia un futuro mejor y tendrá seguramente el respeto y la admiración de sus vecinos; perderlo, por el contrario, solo podría provocar la injusta sensación de vergüenza que acompaña a las decepciones y los fracasos. “Más envergadura que yo”, empieza a pensar justo después de decir que está tranquilo. “Y de repente sintió que el miedo le trepaba por las piernas, debilitándoselas, le ascendía por el vientre y se le asentaba en el estómago. […] Su miedo pesaba exactamente un kilo y no era mayor de tamaño que la pesa de un kilo de ultramarinos”. Conforme avanza hacia el ring, los aplausos del público le levantan el ánimo y sustituyen el miedo por una mezcla bien reconocible de determinación y exigencia: “Tengo que ganar. […] Tengo que ganar para ellos. Tengo que ganar este combate para mi padre y su orgullo, para mi hermana y su esperanza, para mi madre y su tranquilidad. Tengo que ganar. […] Entonces sonó la campana y se volvió. Estaban esperándole”.
Y así acaba el cuento, que Aldecoa, sabiamente, concluye sin narrar el combate y dejando el futuro próximo abierto a la interpretación (o sería mejor decir a la imaginación o a los deseos) del lector. ¿Ganará Young y tendrá una carrera exitosa como boxeador? ¿Perderá y volverá derrotado a su casa, soportando la decepción silente y culpable de sus padres y de su hermana? La ironía es que, aunque no se dice, todo nos permite suponer que a largo plazo eso da igual. En realidad ya hemos visto a los predecesores de Young. Los que no llegaron a profesionales son mecánicos, albañiles, carteros… Y los que hicieron carrera han vuelto al barrio y se reúnen en el bar para rememorar nostálgicamente tiempos mejores. Ellos, desde luego, no triunfaron y ahora, ya viejos, han sustituido el boxeo por el mus sin haber ascendido en la escala social y sin conservar ya más que un pálido resto del prestigio y la admiración que tuvieron en sus años mozos. Visto así, el cuento es más melancólico que esperanzado, pero ¿no es el boxeo mismo, en realidad, un deporte melancólico?