La cortesía del prosaísmo

 

Ricardo Álamo.- ¿Cuál debe ser la función de un aforismo? ¿Hacer pensar (o repensar) al lector? ¿Sacarle una sonrisa? ¿Divertirle? ¿Entretenerle? ¿Modificar su perspectiva sobre un asunto banal o trascendental? Para contestar convenientemente a todas estas preguntas sin duda sería de una inestimable ayuda que los propios aforistas hicieran una declaración de intenciones acerca del objeto último de sus personales creaciones y explicaran para qué escriben lo que escriben, como si de una “poética” o una suerte decálogo se tratara. A veces —aunque no es lo más habitual— algunos escritores se atreven a exponer sin ambages y hasta con prosa clara y precisa qué concepción tienen ellos mismos de sus aforismos. De esa manera no sólo le aclaran al lector cuál es el propósito de sus escritos, sino que además le ofrecen de antemano una clave inequívoca de lectura. Esto último es lo que ha hecho Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952) en su nuevo libro a través de un breve prólogo titulado “El aforismo irónico” . Dice Eder: «El aforismo irónico es un pensamiento de una especie de filósofo con sentido del humor que está escrito con la sensibilidad de un poeta que escribe textos breves por cortesía con sus lectores». Y, más adelante, añade: «Los aforismos irónicos pueden ser profundos, críticos, de tendencia ética, paradójicos, filosóficos, políticos, ingeniosos, lúcidos, mordaces, autobiográficos, humorísticos o poéticos». Lo que no pueden ser (porque eso iría contra la esencia misma de lo que son) es herméticos, impenetrables, pedantes, pomposos o cualquier otra cosa que los exima de la singularidad “irónica” en que se sustantivan. Por eso Eder valora especialmente que la ironía y la extrema brevedad sean las características principales de los aforismos que él y otros muchos escriben en la actualidad, «que son diferentes a los aforismos herméticos en los que había caído el género aforístico al final de la época analógica», sin que ello quiera decir que no se haya de evitar el peligro de caer en la mediocridad de lo fácil o del chiste tonto, tan a la mano una y otro a la rápida e irreflexiva exposición pública por medio de los canales digitales.

 

 

En Las estrellas son los aforismos del cielo no vamos a encontrar, por tanto, un florilegio de pensamientos altisonantes o sesudos, enfáticos o solemnes. Como fugaces destellos de luz en la oscura noche del pensamiento, los aforismos de Ramón Eder anteponen la claridad, la sensatez (incluso muy a menudo el sentido común) al disparate, la locura o las mamarrachadas disfrazadas de «falsa sabiduría de falsos sabios que se ponen de moda». De ahí que en uno de sus aforismos diga tajantemente que «Los listos no suelen ser sabios», y en otro que «Los políticos mienten porque no son tontos y saben que si repiten mucho una mentira acaba siendo una especie de verdad». Pero ojo con el matiz: una especie de verdad, no una verdad. Y de matices como este, de sutiles matices están compuestos muchos otros aforismos de Eder, que tal vez por eso mismo no condescienda con quienes piensen que un libro de aforismos lo puede escribir cualquiera, ya que, según él, y paradójicamente, el de los aforismos es el género literario más fácil de escribir, pero, a la vez, el más difícil de escribir bien o de forma memorable. Y memorables son sus aforismos sobre el amor a los hijos («El amor a los hijos es una especie de narcisismo superior»), la Historia («Con verdades de los perdedores y mentiras de los vencedores se escribe la historia»), la decadencia de Occidente («Es difícil no tener la sensación de que vivimos en Occidente en una época privilegiada pero también vacía y vulgar en la que incluso los mitos y los héroes son, casi todos, anodinos y repelentes») o el Mal («El mundo va mal porque la gente mala es realmente mala y los que no son malas personas no son tan valientes como deberían», «Defender el anonimato en X (antes Twitter) es tan estúpido como creer que los malvados no son peligrosos»).

El lenguaje de Eder es sencillo, claro, contundente, nada barroco ni inclinado a la filigrana verbal. Ni siquiera le tienta el adorno lírico para embellecer sus ideas. Todo lo fía a la desnudez de una prosa cristalina, pero no brillante, donde el prosaísmo no es tanto una mácula como una cortesía con el lector, a quien trata de hacerle comprensible sus inteligentes puntos de vista, que huyen una y otra vez de la mera ingeniosidad o de la avispada ocurrencia.

 

 

Capítulo aparte es el de la reivindicación del humor, que al escritor vasco le parece fundamental para hacer de la escritura y de la lectura algo glorioso. Dice por ejemplo: «La falta de humor en un escritor hace que aunque sea bueno parezca que le falta algo». Y es que, como Chesterton, a quien por cierto también reivindica («A veces releo a Chesterton porque noto que necesito chestertonita»), Eder no deja de reconocer que la peor literatura es aquella que está cargada de pesantez y de pedantería, y los peores literatos son aquellos que carecen de la gracia de tener gracia cuando se expresan por escrito: «Muchos escritores se dan cuenta de que el humor es clave en la gran literatura y ellos lo intentan pero no pueden evitar utilizar un humor de pacotilla porque son solemnes, pedantes y pesados, sin poder evitarlo».

Nada solemne, en fin, se muestra Ramón Eder en esta nueva entrega de sus aforismos, que son gráciles y ligeros, irónicos e incisivos, y que por deferencia con el lector no le hacen perder el tiempo con ningún lastre.

 

Ramón Eder, Los aforismos son las estrellas del cielo. Sevilla, Renacimiento, 2024.

 

 

 

 

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