El lunes nos querrán, de Najat El Hachmi: mujeres en acción
Horacio Otheguy Riveira.
Habitual columnista del diario El País, Najat El Hachmi (Marruecos, 1979) es una narradora de profusa actividad que en esta novela trasciende una voluntad testimonial en un tono narrativo de primera persona: mujeres inmigrantes en la dura prisión de sociedades machistas. Una autoficción narrada con espléndida capacidad de recreación de mundos muy conocidos, enlazados firmemente a la esperanza de combatirlos, día a día con mayor firmeza.
El lunes nos querrán cuenta la historia de una joven de diecisiete años que desea encontrar la libertad para descubrir qué es lo que la hará feliz. Pero las condiciones de las que parte son complicadas. Vive en un entorno opresivo del que no le será fácil salir sin tener que pagar un precio demasiado alto. Una historia emocionante y reveladora sobre la importancia de que las mujeres sean protagonistas de sus propias vidas aunque tengan que enfrentarse a condicionantes de género, clase social y origen. Este es el relato del arduo camino hacia la libertad.
«Lunes, lunes, lunes…
El lunes seremos otras. El lunes nos querrán.
No pararemos. Correremos por caminos de polvo y fango, saltaremos hasta tocar el techo de nuestras habitaciones, venceremos el hambre que atenaza nuestros vientres, dominaremos nuestros instintos más primarios. Seremos fuertes: nuestra voluntad será de hierro.
El lunes empezaremos una nueva vida, seremos como tenemos que ser y no como somos. Nos adaptaremos a la forma adecuada, meteremos a la fuerza nuestras carnes dentro del molde correcto, tiraremos a la basura lo que sobre y así tendremos éxito, un éxito seguro y definitivo. Obedeceremos a pies juntillas todas las normas, nos comportaremos como es debido y haremos todos los deberes: los que nos han impuesto y los que nos hemos inventado nosotras mismas para ser incluso mejores de lo que nos piden.
El lunes estaremos más delgadas, seremos más esbeltas, más trabajadoras, más buenas chicas. Dejaremos de dudar, de perder el tiempo, de estar tristes, de tener miedo o pereza, de estar cansadas, de ser inconstantes y cambiantes. A partir del lunes, sin falta, lo haremos todo: ponernos a dieta, practicar ejercicio, tener la casa como los chorros del oro, aprovechar todo el tiempo, lograr que los niños vayan bien vestidos, estén bien alimentados y duerman las horas que tienen que dormir. Nos formaremos y vestiremos para conseguir los mejores trabajos y los mejores maridos. Nos arreglaremos y así dejaremos de parecer estropeadas. Estaremos de buen humor y jugaremos con los niños para que nos vean la felicidad reflejada en el rostro, y así el día de mañana ellos también serán felices. Tan felices como nosotras. Estudiaremos, nos esforzaremos, avanzaremos y alcanzaremos todos los objetivos que hasta ahora parecían imposibles.
El lunes encajaremos en todos los moldes que nos proponen. Los haremos compatibles aunque parezcan contradictorios. Así somos nosotras: flexibles y adaptables. Dejaremos de pelear, dejaremos de rebelarnos. Seremos como hay que ser, como Dios manda o como mandan el cine y la televisión, las canciones de amor y las revistas de moda, los libros feministas y los manuales de autoayuda. Y así… así nos querrán.
¿Cuántos años pasamos con el redoble de ese régimen marcial repicando en nuestras cabezas? ¿Cómo empezaron nuestros anhelos de perfección, la sumisión expresa a todos los dictados? No sé cómo funcionabas tú entonces, pero no había más que ver tu incesante actividad para saber que también vivías a toque de silbato, el silbato del «tengo que hacer más, tengo que ser más». Lo que tampoco sé, porque nunca hablamos del tema, es si tu martilleo tenía la forma de un discurso interno que te azotaba en todo momento o si ya se te había metido en el cuerpo. En mi caso, ¡el lunes!, ¡lunes!, el anhelo de empezar un tiempo nuevo en el que mi fuerza de voluntad haría posible una nueva vida al iniciar una nueva semana, era desde hacía mucho un mecanismo incrustado en lo más hondo de mis pensamientos, una señal de alerta cuando la cabeza se me iba hacia terrenos peligrosos de los que, si no estaba atenta, no podía volver a salir. Como arenas movedizas. ¡El lunes!, ¡lunes! había empezado mucho antes de conocernos, cuando tenía unos doce años y mi cuerpo y las consecuencias de su transformación empezaron a inundarme de una sensación permanente de falta de control y desasosiego. Fue entonces cuando empecé el ritual de redactar listas, listas y más listas de todo lo que tenía que ver con la vida y su impulso amenazante. Cuando las fantasías, especialmente si eran sexuales, me asaltaban de repente, yo intentaba pararlas como fuera, me esforzaba en hacerlas desaparecer. Entonces, para volver a la realidad, para ahuyentar una imaginación excitada, me ponía a confeccionar listas de todo lo que haría a partir del lunes: plannings, horarios, menús de dieta, número de series de abdominales, tiempo de estudio, de ejercicio, de dormir, de respirar. Todo para ser más organizada, más ordenada, más buena. Todo para dejar atrás la angustia que me causaba el enredo de caminos prohibidos que se cruzaban en mí, en mi cuerpo. Sí, de eso se trataba: el lunes volvería a ser la buena chica que fui, sin el latido constante que serpenteaba en mis carnes, sin deseo, y así, solamente así, podría ser aceptada, querida. ¿Tú también empezaste así o no te dieron tiempo a tener miedo a desbocarte como un caballo salvaje? ¿También tú sentiste que ya no eras digna de ser amada porque te habías convertido en un cuerpo peligroso que se estremecía bajo la mirada de los hombres que te repasaban de arriba abajo? Puede que todo esto lo vivieras de una forma más natural. Tus padres y los míos, aunque provenían del mismo pueblo árido y agreste al otro lado del Estrecho, tenían mentalidades distintas.
Pero lo que nos pasaba iba más allá de nuestras familias cercanas, nosotras éramos una nueva especie de hembras, nacidas y criadas en países que tenían la exótica costumbre de dejar que las mujeres adultas hicieran lo que les diera la gana, a diferencia de lo que pasaba en el país de nuestros padres. Fingíamos no darnos cuenta, pero sobre nosotras pesaba una sospecha constante: si no nos ataban corto, no habría forma de enderezarnos y devolvernos al camino recto. Por eso el redoble constante se nos metió tan adentro.
¡Lunes, lunes, lunes! Pero las cuerdas que nos querían sujetar eran muchas y variadas, y algunas tiraban en direcciones opuestas: nuestras familias, los vecinos, los jefes en los trabajos, las revistas de moda, las tiendas de ropa en la que nunca cabíamos. Unos nos querían con el pelo muy rizado, para encajar dentro del molde del exotismo que tanto los fascinaba: he aquí la otra, ¡las otras! También estaba quien nos pedía largas cabelleras, lisas y negras como la noche, ideales de belleza de poetas antiguos que habían llegado hasta el pueblo remoto de nuestros padres. Eso sí, el pelo siempre recogido en moños que se enrollaban sobre sí mismos o en largas trenzas. A unos les gustábamos con la piel oscura, los otros nos preferían blancas. Unos querían que nos alejáramos del exceso corporal de nuestras madres, otros que fuéramos tan gordas como pudiéramos. La cuestión era ser como era debido, no como éramos. ¿Te imaginas que entonces hubiéramos descubierto las trampas y sin dudarlo ni un instante nos hubiéramos plantado gritando un no rotundo? ¡No! ¡No! ¡No! ¿Te imaginas que hubiéramos defendido lo que éramos? ¿Que de nuestras gargantas hubiera salido: así soy y así seré? Válida tal cual soy, validada por mí misma y por mi amor propio. ¿Te imaginas que pudiéramos volver atrás para disfrutar de nuestra juventud sin las mil trabas que nos impusieron y las otras mil que
s inventamos nosotras mismas? Pero era demasiado pronto para verlo, íbamos a necesitar una vida entera, muchas decepciones, muchas penalidades, trabajos y días, caer y volver a levantarnos mil veces. Y que los corsés que nos oprimían casi nos mataran para que finalmente decidiéramos rasgarlos y así recuperar un enorme aliento de vida.
No sé cómo funcionaba dentro de ti la telaraña de acero que nos pedía mutilarnos continuamente, pero hoy por hoy estoy convencida de que para ti tuvo consecuencias devastadoras. Tú lo encajabas todo de otra forma. Yo admiraba tu entereza, tu constancia, la capacidad impresionante que tenías de levantarte una y otra vez después de cada zancadilla. Y lo valiente que eras, la facilidad con la que tomabas decisiones arriesgadas que para mí suponían treinta mil dudas y otras tantas noches de insomnio. Tú no, tú lo resolvías todo como si nada. Durante años, lo que más me fascinó de ti era que fueras todo lo que yo había querido ser: no dudabas, eras eficaz y las cosas a las que yo daba vueltas y más vueltas tú las solucionabas en un santiamén. Eficiente, pragmática, con la risa siempre a punto y una vitalidad deslumbrante, todo lo opuesto a las sombras que a mí me nublaban tan a menudo. Puede que por eso mismo, por la alegría que me transmitiste siempre, no fuese capaz de ver tu dolor subterráneo. Apareciste de repente en mi vida encarnando la imagen de todo lo que yo quería ser y no era.
No sé si tengo derecho a hablar de ti pero necesito hacerlo. Fuiste alguien muy importante para mí durante un tiempo decisivo. Sin ti, estoy segura, mi vida hubiera sido muy distinta. Pude crecer cogiéndome de tu mano, fuiste un asidero indispensable sin el que estoy convencida de que no hubiera sobrevivido. Podría escuchar tu voz ahora mismo, diciéndome exagerada, anda que no te gusta ponerle drama a todo. Pero es cierto, contar contigo me salvó de la más absoluta desesperación. Y de la locura.
No digo tu nombre y cambio muchos de tus rasgos para que nuestros conocidos no puedan identificarte, pero aun así no sé si puedo escribir sobre los años en los que nos hicimos compañía, los años en los que fuimos la una para la otra, que nos tuvimos como único asidero.