‘Pintoras’, de Sara Rubayo y Ana Gallego
RICARDO MARTÍNEZ.
Creo que la obsesiva intención de llevar a la imprenta la obra literaria-artística de la mujer debería suscitar, como primera reacción, la de una protesta activa, la de una rebelión en el mejor sentido de la labor artística como tal. Al menos a mí me resulta ya, a estas alturas, tan innecesario como presuntamente interesado. Y es que como crítico, como observador de una obra me he de decir, ¿y por qué no? Es que acaso la mujer, por su condición de tal, está dañada por alguna merma que le impida acceder, como autora, a ser la responsable con firma -ya sea lo resultante un libro o un cuadro- de una obra meritoria y destacable? O cualquier otra obra considerada dentro de las artes, claro está.
¿No habrá que empezar a considerar que la sobreabundancia de protección pueda llevar a un efecto contrario al pretendido? Es cierto que, en la narración de la historia, la mujer ha sido ignorada injustamente en tantas ocasiones, pero ¿acaso ello fue suficiente para ignorar indefinidamente su obra artística? En ese sentido, estos dos vols. dedicados (desde el siglo VI a.C. al siglo XVIII inclusive) a relevantes pintoras y a poner de manifiesto lo que ha sido un hecho en todo momento, la calidad de su obra, es tan precioso como innegable
¿Desigual entre ellas? Pues en efecto, pero de lo que se trata aquí es de resaltar su obra perdurable a lo largo del tiempo. Y no debe verse en este comentario intención de polémica alguna, al contrario, se trata de, gracias a un trabajo riguroso -cual es el caso de estos dos vols. que nos presenta la editorial Paidós-, de abordar lo reseñable y significativo de la labor pictórica de tantas artistas como aquí han sido recogidas (A lo largo de mi labor crítica he querido dejar explícita, en tantas ocasiones constatables, el bien que la obra de mujeres dotadas de sensibilidad han aportado a mundos como el de la filosofía, la pintura, la escritura…Pura justicia poética)
¿Por qué -¿cómo no?- reparar aquí en Yun Bing, que “se dedicó principalmente a la pintura de pájaros y flores ejecutada con la técnica Mokkotsu, que destaca por la ausencia de contornos y utiliza manchas de color para crear los diversos elementos de la composición”, o bien en la afamada ya Artemisia Gentileschi, “una de las mejores pintoras barrocas de toda Europa (s.XVII) especializada en pintura religiosa de estilo caravaggista, de lo que da fiel y buen ejemplo su ‘Judith decapitando a Holofernes, cuadro perteneciente a la Galería de los Ufizzi.
Quepa, también, señalar a la intimista Michaelina Wautier, quien, a su vez, “pintó desnudos tanto femeninos como masculinos, desafiando así las normas del momento y adelantándose dos siglos a lo que había de ser una práctica más extendida; en uno de sus personajes se autorretrató mirando directamente al espectador con el pecho al desnudo” Y reparar, a la vez, en Rachel Ruysch cuyas flores semejan todavía vívas desde el siglo XVIII. “Sus contemporáneos la calificaron como el prodigio del arte de Holanda y sus cuadros llegaron a alcanzar un valor superior al de Rembrandt”
En fin, incluyamos a la vez, en este breve recorrido, a Marie-FranÇois –Constance Mayer-La Martiniére quien, habiendo contado siempre con el apoyo el apoyo de su arte, pintó un Autorretrato cuya equilibrada composición y cuyo tratamiento del blanco emula, de algún modo, al tratamiento que Antonello da Messina deparó en su día al tratamiento de los azules, siendo en ello un paradigma
Arte, pues, como argumento, como consideración de la obra de unas autoras que, desde su voluntad y sensibilidad, contribuyeron a agrandar la idea de cultura artística en el panorama de la pintura universal. Así sea.