El Tour como ficción 2024 (II). Montalbano, Pogačar y un nido de víboras
El Tour llegó a su primera jornada de descanso. Poco y mucho ha pasado desde el comienzo en Florencia. Después de nueve etapas, por las que el esforzado pelotón ha transitado por todo tipo de terrenos, resoluciones y disciplinas —media montaña, llano, esprín, montaña, fugas, contrarreloj, exhibiciones de favoritos y caminos de tierra—, pocas conclusiones podemos extraer. Sí, Tadej Pogačar ha intentado poner distancia de por medio con sus rivales, como mejor lo sabe hacer, mediante una gran cantidad de ataques, estrategia habitual en su proceder ciclista; sí, Jonas Vingegaard ha confirmado que está para luchar por el Tour, pese a que se presupone que no podrá llegar a los increíbles registros del año pasado; sí, Remco Evenepoel ha sorprendido con su buen desempeño en el Galibier, y, tras su triunfo en la crono que acababa en Gevrey-Chambertin, llega al primer bloque de montaña con renovados ánimos y justificadas ambiciones; sí, Primoz Roglič ha cumplido con su primer objetivo, que, como él mismo confesó sin rubor y con cierto humorismo, era mantenerse de una pieza; sí, Carlos Rodríguez, la baza española sin histrionismos y exageraciones, avisó de cara a la última semana de carrera, al mostrarse seguro y competitivo. En fin, aunque todos han bailado al compás del artista esloveno, realmente la competición permanece muy abierta: Pogačar, el Perceval de Komenda, aventaja en algo más de medio minuto a Evenepoel; en 1’15 a su némesis escabechada; y en 1’36 a su compatriota Roglič, que, si bien ha sido el más débil de las cuatro figuras, descolgándose en la subida a San Luca y haciendo la goma camino a Valloire, permanece agazapado, quizás con la esperanza de que en algún momento llegue su oportunidad, por difícil que resulte contemplar dicha contingencia.
Estas fueron las primeras reflexiones que me surgieron mientras caminaba con cierta celeridad por las calles de Troyes. Había quedado con el detective Salvo Montalbano, a quien la policía había encargado, muy a su pesar, que siguiera a la caravana de la Grande Boucle para investigar el misterio de las caídas que habían marcado el devenir de la temporada ciclista. Digo que Montalbano no estaba muy entusiasmado por el encargo, como tuve ocasión de descubrir en el final de la primera etapa en Rimini —en la que Romain Bardet cumplió su quimera de vestir de amarillo gracias a los denuedos de su increíble compañero Van den Broeck—, porque el comisario tenía que lidiar con un ambiente corporativo, incluso teatral, en el que se aplaudía a los periodistas que decían cualquier tipo de sandez y en el que los directores deportivos, quizás llenos de una codicia desmesurada, se erigían en los héroes que propiciarían que la investigación de Montalbano llegara a buen puerto. El mundo del ciclismo, del deporte en general, casaba poco con el carácter introvertido del detective. No parecía que esta experiencia fuera a paliar las angustias que la vejez le había traído. Al contrario.
El lugar de nuestra cita me permitió conocer mejor a quien se había convertido en una de las atracciones de la carrera: a Montalbano le gusta el pescado y por ello había seleccionado Le Valentino, restaurante cuya carta no era apta para todos los bolsillos, característica que el detective había valorado positivamente para no tener que volver a enfrentarse a los curiosos impertinentes, que haberlos los había, que le reconocían y se abalanzaban sobre él para comentarle que poco o nada se parecía a Luca Zingaretti, el actor que lo interpretaba en la aclamada serie de televisión. El éxito audiovisual, para su desgracia, había interferido en su cotidianeidad: por ejemplo, durante unas vacaciones el detective no pudo disfrutar con Livia, su pareja, de la arquitectura siciliana, abrumado por el temor a las interrupciones indeseadas.
Entendía a Montalbano: en calidad de reportero sobrevenido de Culturamas, sentía que me debía a la misión que se me había encomendado, al igual que él con sus indagaciones detectivescas, y se me hacían enojosas las apariciones de aquellos que me preguntaban por los premios que había ganado, por la amistad que mantuve con Javier Marías o por el paradero de mis criaturas ficcionales a las que había sustituido en la escritura de El Tour como ficción. Este pensamiento hizo que sintiera una afinidad espiritual con Salvo, como si ambos estuviéramos atrapados en un sueño angustiante, como si no pudiéramos escapar de un nido de víboras.
Justo antes de entrar en Le Valentino advertí una estampa que me detuvo. Al echar un vistazo por la cristalera, descubrí que Montalbano ojeaba un libro. Cuál fue mi sorpresa cuando atisbé que se trataba de Cómo leer en bicicleta (1975), una colección de ensayos del escritor mexicano Gabriel Zaid, con la que este reivindicó la capacidad de crear una literatura en movimiento, es decir, una literatura capaz de ensayar con el invento e inventar con el ensayo; una literatura con la que ejercer, frente al fraude académico, editorial y político, una crítica capaz de conectar elementos insólitos, pero siempre a partir del necesario complemento de la relectura, actividad estricta que exige del lector un sólido conocimiento del mundo y de la cultura circundante, sin pedantescos brindis al sol.
Estas meditaciones, que me afloraban en la tierra del poeta Chrétien, provenían de Montalbano. De su afición a la lectura. Me maravillaba el hecho de que, aunque no lo declarase, poco amigo de hablar en público, el comisario hubiera tenido la intuición de que mediante los detalles imperceptibles algo podría desentrañar de la incógnita de las caídas; me maravillaba la constatación de que hubiera intentado abordar la investigación, y, por tanto, su exégesis del mundo del ciclismo, de una forma heterodoxa, a través de la metáfora de la bicicleta, que, para Zaid, simbolizaba el paso a lo dinámico. El mexicano, al establecer esta comparación tácita, señala que la literatura es en acto, no en potencia. En cierta manera, lo mismo pasa con el ciclismo: este se define cuando es, cuando ocurre, y, por ello, cuando entré en Le Valentino y le confesé a Montalbano mi indiscreción al observarle durante un periodo de tiempo que no sabría cuantificar, supe que le contaría todo esto, todo lo que terminaría por figurar en el artículo, e, incluso, llegué a barruntar que, minutos más tarde, le estaría explicando que mucho de lo que ha pasado en estas nueve etapas del Tour de Francia encajaba a la perfección con la metáfora del ensayista mexicano que él ya conocía.
Estaba convencido de que Salvo había llegado a las mismas conclusiones y de que me comprendería; él ya entendía de qué iba el caso en realidad: al igual que se cree o no se cree en la importancia de leer y de escribir, según nos enseña Gabriel Zaid, el ciclista se enfrenta a la disyuntiva de creer o no en la importancia de atacar, de perseverar en su objetivo, para exhibir así su autenticidad. ¿Por qué si no atacó Pogačar en San Luca y el Galibier, por qué si no aceleró entre los viñedos bordeando Troyes? ¿Por qué si no insistieron los tres aventureros franceses, Bardet, Vauquelin y Turgis, que, felizmente, culminaron con éxito sus fugas? ¿Por qué si no jugó sus cartas con sagacidad Richard Carapaz, líder efímero, consciente de sus limitaciones? Quien vive en la literatura, o quien vive en el ciclismo, acaba preguntándose por la creencia, a pesar de que, en términos tangibles, ambos fenómenos sean triviales.
Todo esto no quita que, al igual que se lee en bicicleta, la bicicleta también pueda ser leída a partir de la desconfianza. Porque la crítica es certera cuando se manifiesta, no cuando se opaca. Así ocurrió, al narrar al detective la extraña victoria de Mark Cavendish en la quinta etapa, triunfo que supuso que este malandro batiera el récord de 34 etapas de Eddy Merckx, el Alfa y Omega del ciclismo. Sobre los excesos del esprínter británico ya se ha hablado en otras ocasiones y en otros lugares, de ahí que, en Le Valentino, hiciera énfasis en sus vómitos por evitar el fuera de control. El ciclismo también puede entroncarse con la suspicacia y la angustia, con la falta de respeto y la incoherencia. Y, quizás, esto sea lo que vaya a definir la segunda semana del Tour de Francia.
Quienes nos darán la respuesta serán los domésticos de Pogačar, panda insigne del Grupo Mixto, alborotadores del UAE, bulldozers a reacción, que, en este comienzo, han rendido por debajo de lo esperado. Prueba de ello fue la etapa seis, en la que un abanico provocado por el equipo de Vingegaard, el Visma, propició que el vigente campeón del Giro de Italia se quedase solo. Pese a que, finalmente, el pelotón volvió a juntarse, la imagen del conjunto emiratí fue dantesca y reforzó la idea de que Pogačar no cuenta con una escuadra hecha a su medida, por mucho que Carlos de Andrés, el siempre entusiasta narrador de Televisión Española, llegue a mantener que estamos ante la alineación más potente de toda la historia del Tour de Francia. Pogačar todavía está a tiempo de releer los acontecimientos: la ostentosa queja de João Almeida ante las artes escaqueatorias de Juan Ayuso, cerca de la cima del Galibier, ha de recordarle que es él quien posee el derecho —y el deber— a la crítica. Si no hace uso de sus prerrogativas, es probable que Perceval pueda sufrir algún disgusto en la etapa de media montaña camino de Le Lioran o en las cimas pirenaicas de Pla d’Adet y Plateau de Beille.
La realidad es que el esloveno puede verse atrapado en un sueño angustiante, al estar rodeado de un grupo de gregarios de carnaval que miran por sus propios intereses. Si Pogačar no pone orden en su propia casa, lo que le ayudaría a optimizar sus razias, puede acabar pagándolo. Lo veremos en los próximos días. Mientras tanto, la guerra psicológica ha comenzado: el tarambana de Evenepoel ha acusado a Vingegaard de «no tener pelotas» al boicotear un corte que podría haber asegurado el podio; Pogačar denunció que el Arenque de Hillerslev está obsesionado con su rueda y que subestima a los demás rivales. Vingegaard, contundente, respondió con dureza. Y Roglič, tan profesional él, al que muchos dan por amortizado, dice que es demasiado viejo, y tal vez lo sea, como para ponerse nervioso.
Este fue el contenido de mi conversación con Montalbano. A pesar de que el comisario no abrió la boca en toda la velada, ocupado en degustar unos medallones de lota —al parecer, una de las especialidades del restaurán—, y, aunque me hizo unos gestos, en ocasiones un tanto excesivos, como si exigiera algo de silencio, creo que se estableció entre nosotros esa conexión espiritual a la que me referí párrafos antes. Sí, a pesar de que no me dijo nada acerca de su investigación, ni tampoco se refirió a ningún suceso en particular del Tour, ni a los peligros que asolan el ciclismo, estoy seguro de que mi compañía le resultó grata, ya que, con seguridad, le permitió huir de aquellas personas que tan solo se escuchan a sí mismas, de ese nido de víboras que enturbia las ilusiones del más pintado.
Cuando me levanté de la mesa de Le Valentino, Montalbano ya no estaba. Poco después, de camino al hotel, Troyes se me desdibujó al escuchar el canto de un ruiseñor. Cualquiera diría que estoy en Orléans, camino de una nueva etapa al esprín o, tal vez, en el lago Bâlea, en la tercera etapa del Tour de Sibiu, en Rumanía, en la que mi buen amigo Chris Froome perdió 25 minutos para situarse en el octagésimo cuarto puesto de la clasificación general. Estoy convencido de que allí también me encontraré con Montalbano.
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La ilustración de la portada, que se reproduce completa a continuación, es obra de Nora Manzano Gómez