Apología del ruido

APOLOGÍA DEL RUIDO

 

Por Natalia Loizaga

 

Mi vecino de arriba toca la guitarra. También canta, probablemente sea músico. Si no lo es, debería; se le da bien. Todo esto no lo sé porque lo conozca, apenas nos hemos cruzado un par de veces en la escalera e intercambiado un sobrio saludo —ahora las interacciones entre vecinos se limitan a eso, un buenos días en el rellano—, lo sé porque lo he escuchado.

Cuando las notas se escapan de las cuatro paredes de su habitación, nuestras vidas dejan de ser paralelas para cruzarse por unos instantes. Abre la puerta que conecta ambas realidades y me hace partícipe de su mundo, convirtiéndome en una inesperada y algo entrometida espectadora de sus conciertos en solitario. Durante esos momentos de pausa en los que el silencio se llena de armonía, la música embriaga un hogar que hasta entonces estaba sumido en el mutismo. Rompe la ausencia de sonido.

Sonrío cuando canta Susanita tiene un ratón, un ratón chiquitín en versión rock and roll, que interpreta con una agresividad poco común en una canción para niños. Sorprende lo bien que suena. Quizá, como a mí, le recuerde a su infancia y por eso la toca. La rabia ya no sé de dónde la sacará.

Pero no es la música lo que me produce esa sensación de alivio, sino la certidumbre de saber que arriba alguien respira, que no solo existo yo en un edificio lleno de grises cubículos en los que solo habitan los fantasmas de quienes un día fueron. Sus pasos sobre el parqué, el abrir y cerrar de los cajones o la televisión encendida no son una molestia, son recordatorios de existencia. El ruido, que tan criminalizado ha sido siempre, es un puente de unión con el resto de nuestra especie. Es la evidencia de que, cuando se cierran los ojos y todo parece desvanecerse en la negrura, allí fuera el mundo sigue girando.

Sucede también con la terraza del bar que está justo debajo de mi casa, un lugar que ha recibido las incansables quejas del vecindario por el exceso de ruido. Sin embargo, durante las noches, en esos días en los que uno se encuentra a solas en los tenebrosos e inciertos caminos del pensamiento, es más fácil sentirse acompañado cuando la algarabía te arropa. Si no acompañado, al menos distraído. La vida sigue su curso con el habitual guirigay de las calles del centro, el sonido cristalino de unas copas al chocar con otras, la música que se escapa de la radio de los coches o los borrachos que se tambalean bajo la ventana a las seis de la mañana. Todos ellos son un anclaje a la realidad, un aviso de que hay alguien más allá del propio ser, una salida de emergencia por si uno se queda demasiado tiempo atrapado en su laberinto interior. Son una llamada a tierra, un aviso de que no estás solo.

Por molesto que pueda resultar a veces, siempre será mejor escucharlo que no hacerlo, pues es la prueba intangible de la existencia. Es imposible una vida —humana, al menos— completamente silenciosa. Ese ruido, que en una ciudad como Madrid nunca cesa, eventualmente se acaba percibiendo como silencio, un silencio en el que uno se acostumbra a regodearse y del que cuesta desprenderse cuando se dice adiós a la ciudad, aunque sepas que tarde o temprano, siempre vuelves.

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