“Y después, después”, de Miguel Salinas
Por Vanessa Díez Tarí.
Bañándome en las frías y transparentes aguas de este océano me acaricio el brazo pensando en el paso del tiempo. Tempus fugit. Miguel Salinas volvió a contactar conmigo, gracias a este poemario: Y después, después. Y desde la última vez que escuché sus historias y vi a aquel joven gamberro han pasado quince años. Fueron los días lejanos de tertulia de “El Picudo Blanco”. Las noches de recital en la pequeña tetería. Aún no llegaba a los treinta y Miguel era un tierno veinteañero, pero Pere y Zapata, poetas de solera de aquella algarabía, que merecen mi respeto, le apoyaban y azuzaban su ímpetu. Ya por ello sabía que había potencial detrás, ellos lo habían percibido. En aquel entonces sólo escuché algún poema que recitó ante nosotros, pero no leí nada. No mastiqué entonces su fuerza, su brío y su rabia. Porque nos mirábamos, pero no compartimos luchas de entonces, ni guerras perdidas como en esta última ocasión qué retomamos el contacto. Entonces sólo veía a través de sus ojos su dolor interior.
En “Y después, después” he visto crecer a aquel niño y convertirse en hombre. El tormento del cuerpo alcoholizado que va de cama en cama. Noche, sexo y alcohol. Cuerpos desconocidos que sacian su necesidad animal. “Después de la fiebre”, la primera parte. Se siente esa rabia y esa necesidad de llenar el vacío con cada cuerpo. Aunque esa paz no llega. Y nunca basta. Es el Miguel más erótico y visceral. En “Después de la lluvia”, la segunda parte encontramos al Miguel más romántico en los poemas que dedica a Aranza, su compañera, llamándola Lesbia, Eurídice, Dafne e incluso Alma. Ternura, complicidad, calma.
Del sexo y el descontrol llega al amor pero en el final “Después de mí”, escucho la voz del principio otra vez, pues el poeta advierte de su mirada hacia la sombra del pasado. La posibilidad de recaer en los demonios una y otra vez sigue latente. Y deja entrever el peso de la ausencia del tiempo pasado. Los recuerdos atenazan con fuerza. Volver a abrir el círculo vicioso. El amor que mata. No saber acercarse al otro. La herida sangrante que no nos deja querernos bien, ni descansar en calma en el regazo de Lesbia eternamente. El descanso del guerrero es la muerte. Para volver a casa vivos de la batalla hay que decir sí a la vida. Y mirar de frente a la muerte y despedirse. Fuego hay en estos versos. Hace años, ya me dijo Cebrián, que hay que escribir desde la entraña, y la respuesta es Y después, después.
Tres poemas de Y después, después
“Vivamus, mea Lesbia, atque amemus…”
Catulo.
Te acercas sigilosa, girando las verdes palmas,
moviendo las negras sombras.
Silencio.
Te escondes en el brillo del sol
y te escucho susurrarme, Lesbia.
Oh! Amor mío, hoy solo te pediré
un beso, pero dámelo con ternura,
dulcemente. Si quieres, antes, alborota
mi cabello y ríe, más no pierdas el tiempo,
apresúrate a la hora de besarme.
Túmbate, que estamos solos,
desnuda, junto a mí en esta playa de madera,
que la brisa acaricie tu cuello y el sol
descanse en tus pechos junto a mi cabeza,
que la arena templada cubra tu vientre.
Acaríciame, Lesbia, los ojos cerrados,
los labios cerrados, más apresúrate,
no pierdas el tiempo a la hora de besarme.
No es la piel lo que yo habito
cuando te toco los blancos muslos
el alma blanca, ni la vida que muerdo
con mis dientes y estrangulo con mis manos,
no eres tú la que está
sentada frente a mi desnuda
anhelante
mirándome pasear por el cuarto
buscando un lunes donde perderme.
Tú ya no estás aquí
anhelante.
No.
No es la piel lo que yo habito
al besarte los parpados dormidos
los sueños dormidos.
Dormidos,
susurrando amaneceres
que no han de llegar, perdidos,
en la monotonía de preparar café
y hablar de lo que será el día
cuando amanecemos juntos sin mirarnos,
cuando nos duchamos separados,
cuando cada uno usa su toalla,
su taza de café,
su vida.
No es esta piel lo que yo habito.
No es esta piel.
Hace frio después del amor, cuando
el sudor pertenece al vacío y los jadeos
introducen el más callado silencio, pienso que solo
hace diez segundos aún lamia tu espalda, aún
bebía de tu salada piel. Apenas reconozco
mis piernas entre las tuyas, en esta dichosa tregua
de besos que han firmado nuestras bocas.
Me parece más suave tu cuerpo en la penumbra,
cuando se despereza desnudo, lentamente. Acabamos
y nuestros cuerpos siguen fundidos en el mismo abrazo,
siguen tus pupilas
buscando las mías y vuelves a susurrarme que me amas
mientras
tiernamente
arañas mi costado,
acaricias todo mi cuerpo, como si quisieras
grabarlo en las palmas de tus manos,
yo, beso tu frente
y con mis dedos peino tu cabello.
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