‘El ojo de Goliat’, de Diego Muzzio

El ojo de Goliat

Diego Muzzio

Las afueras

Barcelona, 2024

227 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

La primavera de la narración fue Robert Louis Stevenson. No es difícil reconocer una parte de homenaje, de agradecimiento o de pleitesía al maestro en esta novela, El ojo de Goliat, en la que también se puede rastrear a Poe, por ejemplo. Lo que sucede es que Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) también es heredero de la literatura posterior, de las narraciones en las que los autores se atrevieron a ser más cruentos, más terminales que nuestro querido escocés. De hecho, la narración brota por la investigación de un psiquiatra que atiende a un paciente que, debido a un trastorno de estrés postraumático, liquida a algún ser querido. Muzzio nos enfrenta la locura de la guerra y de las consecuencias de la guerra, pero en todo momento se mantiene firme dentro de la tesitura narrativa: se trata de contar una historia, y que esta historia sea muy interesante. Y lo es. El psiquiatra cree estar en pleno conocimiento de su especialidad, y considera la hipnosis como la herramienta perfecta para el diagnóstico y la sanación. Sin embargo, nuestro muchacho habrá pasado por algo más que un trauma. De ahí este bloque intermedio, de los tres que componen la obra, que es el diario de alguien exiliado, posiblemente autoexiliado, en uno de los faros más remotos que se han podido imaginar, allí donde no debería haber pisado jamás el hombre, si todo hombre tuviera buen juicio. Este faro será conocido como ‘El ojo de Goliat’. Como es de esperar, este diario nos lleva a los límites de la lucidez, nos hace caminar sobre el filo de la cordura, esa situación mental tan imposible de definir. El extremo cartográfico será, a su vez, el extremo de lo que se conoce dentro de la salud mental. Tanto en un lugar como en otro, en la costa donde está el faro como dentro de la cabeza del protagonista, podrá suceder cualquier cosa que seamos capaces de imaginar, o que sea capaz de imaginar nuestro autor.

Se nos habla del mal, que se identifica con la locura. No existe la maldad, lo que existe son las psicopatologías, las mismas que nos hacen crear fantasmas y matrioskas, esas muñecas rusas que contienen unas a otras, y que son la misma figura, que es algo de lo que somos conscientes, pero no podemos dejar de comprobar, porque la curiosidad es una de las energías que mueven al mundo. Como nuestro psiquiatra, que intenta penetrar dentro de la cabeza de un enfermo que tuvo un propósito de reconstrucción. Pero la violencia se impone. Y también las advertencias de un colega, que no duda de los beneficios de la hipnosis en términos individuales, pero sí considera que hay pacientes a los que no se debería curar, pues sería mejor que vivieran permaneciendo en su condición de alfeñique. Teniendo en cuenta que la novela se ubica en la Europa de entreguerras, uno puede figurarse a quién se refiere.

Ares, el dios griego de la guerra, tenía dos hijos gemelos con los que iba a la batalla: Deimos y Fobos, el “Terror” y el “Pánico”. Contra ellos será casi imposible estabilizar a un paciente, cuya consistencia, o inconsistencia, mental hemos conocido a través de su voz. A partir de estos mimbres se teje un texto en el que lo que prima es la lectura narrativa. La elaboración, estructura y redacción que tienen, por primer objetivo, contar bien una historia. Y así lo hace. Además, la novela versa sobre la frágil membrana que separa la demencia de la lucidez, ese asunto que sigue siendo inagotable.

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