‘La edad perdida’, de Fernando Martínez López
JOSÉ LUIS MUÑOZ.
Tiene tras de sí el jienense Fernando Martínez López (Jaén, 1966), aunque residente desde niño en Almería, una larga y exitosa trayectoria jalonada de importantes premios como el Felipe Trigo, Ciudad de Jumilla y Andalucía de la Crítica cosechados a lo largo de sus diez novelas publicadas, y no es esta La edad perdida, pese a su brevedad (no llega a las cien páginas), una obra menor ni mucho menos. Creo que fue Juan Marsé quien dijo una frase con la que pienso que el autor de esta novela se identifica: “Mi patria es mi infancia”.
Pues de eso va este nuevo texto de Fernando Martínez López, de esa infancia / adolescencia cuyos recuerdos quedan gravados a fuego en nuestras mentes.
Una llamada y una carta hacen rememorar a un afamado escritor sucesos pretéritos ocurridos en la década de los sesenta y su amistad con un muchacho, Dámaso, al que considera que traicionó cuando lo dejó a merced de su enemigo: Le ardían los ojos a Luge, esas rendijas por donde se le escapaba el fuego. La mano apretaba, a Vicente le costaba tragar saliva...
Pasen y vean al niño torpe incapaz de saltar el plinto.
A través de un rosario de anécdotas, el autor nos transporta a esos territorios del pasado, como cuando el protagonista, en sus ejercicios gimnásticos, debe enfrentarse al plinto y se acompleja de su torpeza: Ellos eran pájaros, eran saltamontes que no tenían problema en tomar carrera, coger el impulso en el trampolín, iniciar el vuelo, apoyar con liviandad las manos sobre el plinto y sobrepasarlo aterrizando de pie en la colchoneta.
Es en esa edad que las lecturas transportan a su protagonista a territorios de aventura con los que sueña. Difícil superar el placer por la lectura en esos años de formación cuando devorábamos, y me incluyo evidentemente, esos libros que nos marcaron: Ser Miguel Strogoff, ser el capitán Nemo o Robinson Crusoe, recorrer las estepas rusas, las profundidades marinas o naufragar junto a una isla desierta.
Hay en la novela nostalgia por el pasado que solo se puede recuperar mediante la memoria. Las colecciones de cromos: Completar un álbum, cualquier álbum, rayaba lo épico y lo romántico. La imaginación que podía convertir cualquier elemento de la casa en una estructura lúdica: Los bajos de las camas eran cuevas, con las sillas y mesas que conformaban desfiladeros, los armarios eran puertas conducentes a otra dimensión.. Y la camaradería entre compañeros de la escuela: Allí comenzó a forjarse esa relación poderosa que nace en la fragua de los pupitres, compartir lápices, libros, confidencias, risas, susurros, la molestia de un codazo involuntario, el olor agrio tras la clase de gimnasia…
Pese a su deliberada sencillez, es un libro muy literario, en el que Fernando Martínez López alumbra imágenes bellísimas: Ese día se filtraba una luz de miel por el cielo saturado de partículas del desierto, se proyectaba sobre los alumnos proporcionándoles los atributos de una fotografía en sepia.
Tiene el protagonista de esta historia un padre policía y franquista convencido —No me gusta, Elvira, no me gusta el giro que están dando España. No quiero ni pensar lo que va a suceder cuando no esté Franco.— con el que tiene una relación complicada —Porque mi padre decidió que ya no tenía hijo, que yo me había convertido en un sucio rojo que denigraba el apellido familiar. — debido al abismo ideológico que los separa y no hurta al lector la terrible estampa de su muerte dolorosa: Con el bicho dándole mordiscos por dentro como el cáncer cruel que lo fue devorando, pervirtiendo sus células como células malignas, contagiadas de pecado, y ella y sus hermanos y su madre viendo como iba desapareciendo el hombre que tanto querían para convertirse en huesos sin carne, en una máscara dolorida y desesperanzada, suplicando en el fondo para que llegara el último día que aliviara tanto sufrimiento.
Sitúa la narración el autor de La edad perdida en un determinado contexto histórico, la ilusión que produjo la llegada del hombre a la Luna —Neil Armstrong descendía de manera dubitativa por las escalerillas del módulo lunar Eagle, quizás temeroso de lo que pudiera suceder una vez que apoyara en tierra sus botas, y dejara la primera huella humana en nuestro satélite.— y también cinematográfico —Vicente contemplaba a Román Polanski al rescate de la hermosa Sharon Tate, la tomaba de la mano en el baile en el que participaban los vampiros.
Y en esa frontera de la edad entre la niñez y la juventud, descubre el mal, personificado en un compañero de clase —Y también había sido enfrentarse a Luge un par de veces. — mitifica a su amigo —Dámaso que bien podía encarnar, dentro de su imaginación infantil, cualquier papel de héroe en la pantalla. —, empiezan sus escarceos torpes con las chicas —Ella tenía su mano izquierda en el reposabrazos. Sería tan sencillo alargar la suya, posarla encima… pero estaba bloqueado— y descubre el sexo solitario: Soñando con Luisa, también descubrió por vez primera el solitario placer sexual, aquella polución nocturna que lo humedeció los calzoncillos y que le hizo despertar con cierto sentimiento de culpabilidad
Resume el autor esa edad soñadora que de vez en cuando rememoramos en sus más nimios detalles en este párrafo soberbio, al final ya del libro: Y así, muy quieto sobre mi cama, me sobreviene el delicioso aroma de un bollo mojado en leche, la magia de una noche en un cine de verano o el colorido entrañable del álbum de los animales del mundo. Excelente recreación de la infancia.