‘Tierra arrasada’, de Alfredo González Ruibal
RICARDO MARTÍNEZ.
Guerra es sinónimo de destrucción en sus múltiples acepciones inacabadas. Y una sola: muerte, desaparición.
Lo curioso es hasta qué punto, con todo su contenido de acababilidad y desaparición, haya tenido desde siempre tanto predicamento dentro de la simbología vital del ser humano; y digo curioso por cuanto al hombre le va todo el empeño en ello: su propio acabamiento, su propia destrucción (Y si bien en su resolución positiva, digamos, el que mata, resulta triunfador, no tardará en venir aquel cuyo protagonismo adquiera relieve gracias al acabamiento de éste: sea por el método que fuere, sea del modo como fuere: ¡Ay, la triste guerra del hombre en guerra!, tal como se lamentaba el sabio)
El texto de nuestro autor, siempre siguiendo con rigor y método y conocimiento los largos avatares que atañen a la guerra en la vida del hombre, nos sitúa en una posición privilegiada para ser observadores críticos de esta perdurable realidad por cuanto nos transmite datos y situaciones prácticas desde su lado del conocimiento: su condición de arqueólogo, conocedor de la historia de la humanidad a través de los restos de sus habitantes y, con carácter específico, estudioso de las circunstancias habidas en las grandes masacres históricas. Por ello su testimonio está tan lleno de realismo como de expresividad cuando se refiere, al ritual de las armas: “La costumbre de arrojar armas y adornos a las aguas o esconderlas en afloramientos rocosos está bien atestiguada desde el Calcolítico y alcanza su apogeo (o su paroxismo, según se vea) durante la Edad del Bronce. A partir sobre todo de 1500 a.C., las aguas de Europa se llenaron de armas y se continuaron llenando hasta los inicios de la Edad Media”
Ala hora, no obstante, de narrar la supervivencia o no de las ciudades y de las circunstancias que atañían a la realidad cotidiana, a veces lo que se nos ha narrado en forma más o menos dramatizada resulta revelador. Así, sostiene el autor, “ha habido períodos o fases de descentralización –el caso, entre otros, de las ciudades poderosas y representativas- en las que se volatiliza la autoridad central y parece imponerse el caos. Sin embargo, muchas veces –no siempre- significaron más libertad para la gente y menos explotación”
El caso del Imperio romano resulta significativo: estudios antropológicos sobre una gran muestra de esqueletos han revelado que “en la Europa ‘bárbara’ se vivía mejor que en la romana, y la gente estaba mejor nutrida, era más alta y gozaba de mejor salud”
Ahora bien, en todo estudio globalizador como perspectiva histórica conviene reparar –y así se ha hecho- en los distintos puntos de vista que, sin enfrontarse, aportan cada cual una visión bien expositiva: “La guerra –escribió Lewis Mumford- no es el residuo de formas de agresión más primitivas (…) En sus aspectos más característicos, como la disciplina, el entrenamiento, la organización de grandes masas de hombres en unidades, los sacrificios heroicos, el exterminio, las conquistas y la esclavitud, la guerra es más bien un invento típico de la civilización: su drama más perfecto”.
Y de aquí, claro, el derivar la decepción de la guerra en el hombre frente a lo representativo de su ubicación plena dentro del comportamiento más o menos racional del individuo.
Narra el autor más adelante -con rico lenguaje y habilidad literaria- casos paradigmáticos habidos en guerras con héroe: el caso de Pero Niño, conde de Buelna, que, en una batalla que tuvo lugar en la ciudad de Pontevedra en 1397, el protagonista de la crónica se lanzó al combate “como faze el lobo entre las ovejas, quando no an pastor que las defienda” Luego, es cierto, recibió golpes en todos los lugares de su cuerpo, pero aún así sobrevivió a otras lides sangrientas, muriendo a los setenta y cinco años, en 1453.
También el suceso habido con el pueblo Hopi, en Arizona, una madrugada de 1700. Fue de tal naturaleza la refriega que “a la mayoría los quemaron vivos en las kivas o espacios rituales” En cuanto a las mujeres, acabaron mutilándolas y masacrándolas a casi todas. El poblado, de unos 800 habitantes, desapareció de la faz de la tierra. Se convirtió en un lugar maldito, permaneciendo en la memoria más triste de aquellos lugares Y todo por una traición perpretada por el jefe del poblado.
Al fin, la guerra, es cierto, sigue de algún modo perpetuándose en la memoria como una costumbre y un mal, tal es una posible conclusión: “Lo cuenta uno de los investigadores involucrados en la investigación de crímenes de guerra. Un hombre entra en la morgue donde están clasificando los restos. Observa un jersey marrón oscuro dentro de una de las bolsas de cadáveres. Se abalanza hacia él llorando, lo abraza y exclama: ‘Es mi hermano’
Y continúa el relato en este libro avalado por el conocimiento y la experiencia: “Puede que para el forense -acaso él mismo, el autor- el jersey fuera una prueba judicial, pero para el hombre que perdió a su hermano es la encarnación de un ser querido.
De nuevo, pues, la conclusión de Hobbes: homo hómini lupus est.