Los lectores (ir)reverentes

He oído por ahí que existe una categoría de lectores que lee por gusto, incluso me atrevería a decir que por placer. Como me leen; a mí también me dejó helado. ¡Qué helado! ¡De piedra!

Pensándolo en frío… bueno, tiene cierto sentido. Yo soy uno de ellos. Intento pasar por alto las flaquezas de una obra y conservar sus virtudes; a fin de cuentas, libro leído, libro que pasa a formar parte de uno. ¿Para qué conservar el veneno? ¿Qué motivos se os ocurren para almacenar fluidos inflamables junto a circuitos eléctricos escacharrados?

Porque, seamos francos, que aún estamos comenzando el año. Por mucho que Mr. Ego levante el dedo y diga: “No, señor, se equivoca. Yo soy Yo, ergo, mejor que usted”, fallamos más que una escopeta de feria de los setenta. Juzgamos sin criterio y metemos la pata. Si nos damos un atracón a odio y ruina, la vomitona está asegurada. Y, no sé ustedes, pero yo si puedo evitar potar en la vía publica empujo hacia abajo y lo suelto en la intimidad de mi cuarto de baño.

Creo que el amor, en cierto sentido, está relacionado con las vomitonas. Cada palabra que sale por nuestra boca no puede volver. El tiempo transcurre en una única dirección. Es, a fin de cuentas, una putísima mierda. Al igual que soltarle la papilla del desayuno a una pija en la parada del autobús te puede meter en un serio apuro, decirle a tu señora esposa que pertenece a esa clase de mujeres de saldo y esquina puede cercenarte el dedo donde lleves la alianza. Entonces, vuelvo a preguntar, ¿por qué acumular maldad si tarde o temprano, cuando la soltemos, habrá transmutado en odio? El amor a la literatura exige el mismo respeto que cualquier otro tipo de amor, y la apremiante necesidad de leer por y para la crítica, para el acoso, para machacar en la palestra aquello que uno, cual Gollum, anhela y ama con toda la perversidad de su alma…

Considero que no hay nada de malo en señalar los aspectos negativos de las cosas. Si un día tu señora esposa (o tú, amigo) se equivoca, se lo puedes indicar. Al igual que si algo no te parece bien. Todo bajo el riguroso proceso judicial del magistrado Respeto. Esto se aplica a cualquier aspecto de la vida.

Ahora bien. Supongamos que a esa criatura mitológica (quizá no tanto, insisto) que llamaremos lector reverente le añadimos un par de letritas. Nos sale un adefesio: el lector irreverente.

En esta categoría podemos incluir la extensa lista de cofradías de sacos de pus reptantes, seres de una bajeza moral tal que pocos (o ninguno) escritores de terror y ciencia ficción han sido capaces de concebir pestes semejantes, dedicados por entero a la destrucción de aquello que aman, cargados de razones ficticias, carentes de amor propio, ignorantes de la existencia de don Respeto, maltratadores físicos y psicológicos de Mr. Ego. Criaturas, sin excepción, de pobres capacidades creativas, abanderadas por sus semejantes o reducidas a trastolillos de circo que viven por un trozo de pan agusanado con forma de me gusta. ¡Atención, atención, va a decir lo suyo! ¿Qué suyo? ¡El insulto de turno!

Tranquilidad. Nadie se ha muerto por leer un libro que no le gusta, salvo (quizá) algún sacerdote. Con la lata que dan en los medios con la inflación, los gripazos y sus amistades del Club de las Enfermedades Respiratorias, las gruesas listas del paro, los niños sin regalos… Con la vorágine de mierda pura que nos rodea, ¿tenemos tiempo para sonreír o maldecir a egagrópilas parlanchinas de aliento tóxico?

Ellos parece que sí. El que invierten en disculparse después de la vomitona, cosa que es más fácil no hacer (prefieren seguir potando, erre que erre, grumitos incluidos), pasarse una toallita por los labios, lavarse la boca y los dientes, sacarse el jersey por el cuello, poner una lavadora con los pantalones, chorrear bajo un grifo de tibio chorro el calzado, y una larga lista de asquerosos etcéteras, podrían dedicarlo, por ejemplo, a leer otro libro y a reflexionar sobre lo bueno. Y quizá, con el tiempo, mejorase su tracto intestinal.

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