Halloween y Navidad
Observo con demasiada (y reciente) frecuencia la costumbre de escribir «navidad» o «navidades» así, en minúscula. No sé si se trata de ignorancia o de una traición del subconsciente. Erratas, faltillas, cometemos todos. Incluso en las novelas impresas que llevan mi nombre se cuela alguna a pesar de mis (re)lecturas, las de los editores y lectores beta (un modismo para referirnos a parejas, padres, madres y amigos cercanos). Siempre se cuela Titivillus con algún quehacer.
Titivillus es un demonio medieval. Ya tiene algunos años el pobre. Su superpoder malvado es reclutar almas para el Maligno a base de erratas y oraciones confusas. Entiendo que debe andar detrás del reggaetón y que el grueso de legionarios infernales crece por momentos, pero qué diré, no soy ningún paladín.
De eso va esta columna: demonios… y fiestas.
Ayer (el ayer de la redacción, no de la publicación; veintinueve de octubre) aproveché la energía del cambio de hora para dar dos paseos por Madrid. No uno, dos. Encima llovió. Por la noche hubo un espectáculo de luces en el Palacio Real y después me tragué mi propio espectáculo de luces en Primark, Tiger, y demás.
Veintinueve de octubre, ojo. Las calles atestadas de guirnaldas de luz. Las tiendas con dos secciones bien diferenciadas: Navidad (o Navidades) y Halloween. Con bonitas mayúsculas. La sensación, la de ver una película con el turbo x4 de las viejas cintas de VHS: «Siga usted por este pasillo. A la derecha, perros y arañas esqueléticas; enfrente, tazas de vampiros; vire a la izquierda y encontrará los primeros gnomos, elfinas, y gorritos de Papá Noel». Qué confusión. Uno no sabe si celebrar el reinado del azúcar o ir pillando sitio en el cementerio.
No voy a caer en la deriva de los artículos críticos.
Con la de problemas que tenemos encima y la de familias con el agua al cuello hasta recibir la nómica (periodo de vida útil: 3 días), no hemos salido (¡ni entrado!) en Halloween como para que ya nos estén metiendo por los ojos la Navidad. Consume, perro, consume AND BE HAPPY. Al menos va llegando el frío. Despacio, con el cuerpo aterido zigzagueando en su reptar, como una cobra que busca el calor humano durante la noche y ataca con sus supurantes colmillos cuando el desgraciado se despierta, ignorante, y le urge la necesidad de vaciar la vejiga.
Cuando era pequeño me encantaba la Navidad. Halloween no tanto, os podéis imaginar: pueblecito rural al norte de España, conservadurismo, etc. Estas modernidades se destilan ahora, no entonces. Pero la Navidad… tenía su aquel, un gran y rojo aquel como el aterciopelado saco de Papá Noel.
Nota del autor: Aterciopelado: que le queda 1/3 de pelo. Calvo en potencia. Fin de la nota.
La Navidad que vieron mis ojos y que solo existe en mi memoria era un tiempo donde ocurrían varios eventos cojonudos: dos semanas y media sin colegio (ahora te consumes la mitad de las vacaciones del año laboral, y sin los 3 meses del verano by the face) y regalos. Encima coincidían con mi cumple, y siguen coincidiendo, que eso no lo ha desplazado la modernidad.
Recuerdo las frescas Nochebuenas antes de romper la madrugada, a la postre de cenar con mi abuela y tíos paternos, acompañando a mi abuela materna a su casa en Guarnizo; las madrugadas de Papá Noel o Reyes donde el umbral de la puerta del salón, cerrada con encantamientos, era el portal mágico a un sinfín de regalos que sabía el Niño Jesús cómo habían llegado allí; las fugaces miradas al cielo en busca del trineo; los Sabios de Oriente que hacían un stop en mi barrio para repartir regalos entre los niños, y el tiranosaurio (que por algún lado estará) que me trajeron una vez.
En fin, la Magia. Como en el cine, el equipo detrás de la gran pantalla: Papá y Mamá rompiéndose el espinazo para que nunca faltase de nada y para que ahora, casi treinta años después, conserve el vívido recuerdo de una infancia maravillosa.
A veces no sobran las mayúsculas.