Deportes de ficción: Star Wars
Diría que siempre me ha sorprendido la relativa desatención de la ciencia-ficción al deporte, pero inmediatamente debería matizar esta afirmación apresurada, porque mi conocimiento del género es muy limitado y no puedo en absoluto asegurar que el deporte no haya tenido más presencia en él de la que yo le supongo; aunque es cierto que en las obras más reputadas e influyentes no aparece apenas ni mencionado. Lo sorprendente es que, mientras, como hemos visto, desde la época de la vanguardia la literatura ha tratado a veces el deporte como un elemento de alienación y deshumanización en las sociedades modernas, una especie de lúdico opio del pueblo (idea tal vez acertada en muchos aspectos que es posible leer u oír perfectamente en nuestros días a muchos de los intelectuales de cabecera, tanto de derechas como de izquierdas), las distopías más crudas del siglo XX no lo han tenido siquiera en cuenta para reflejar sociedades totalitarias. Por ejemplo, Aldous Huxley imaginó en Un mundo feliz, como es sabido, una droga, el soma, que provocaba con efecto inmediato una especie de felicidad idiota y servía al tiempo como instrumento de dominación social y como válvula de escape o consuelo desesperado a la masa dominada y sin más expectativas vitales que matar el tiempo de la manera menos digna. El símbolo es tan poderoso y ambiguo y puede aplicarse a tantos entretenimientos de nuestra vida cotidiana (determinados programas de televisión, las interacciones superfluas de las redes sociales o, sencillamente, el deporte profesional y toda la parafernalia mediática y publicitaria que lo rodea) que sorprende, insisto, que no se le ocurriera a Huxley, ni a ninguno de sus sucesores, explorar esta posibilidad, que sí aparece, según veo tras una búsqueda rápida, en alguna obra posterior de segunda fila como Rollerball, de James Caan, o Vinieron de la Tierra, de Jim Wynorski, que presentan deportes sangrientos más cercanos a la lucha de gladiadores que al espectáculo del deporte de élite moderno según el modelo que podemos reconocer en nuestros días en la famosa saga de Los juegos del hambre.
Pero, por lo demás, el deporte ficticio parece tener un carácter fundamentalmente lúdico y, de hecho, parece significativamente con frecuencia mucho mayor en obras infantiles y juveniles, en películas taquilleras o incluso en series de dibujos animados, géneros todos ellos que no se prestan, en principio, a un tratamiento problemático de la cuestión. Quizá dentro de esta agrupación algo grosera hay que considerar también las películas de Star Wars, que a fin de cuentas están bastante lejos de la ciencia-ficción y donde el deporte es un elemento secundario pero interesante como ejemplo o ilustración de algunas características curiosas de la saga.
Como es evidente, el mundo de Star Wars, la Galaxia, es, aunque en el fondo medievalizante, en la superficie supertecnificado, una especie de exacerbación de la ensoñación futurista más atrevida: hay estaciones espaciales de metal del tamaño de lunas, naves en las que pueden vivir y trabajar miles de personas o incluso una capital abarrotada de rascacielos por la que vuelan abigarradamente millones de monoplazas y que ocupa todo un planeta; por no hablar del afán bélico que informa todo el arco narrativo y, por supuesto, del gusto desmedido por la velocidad, constante leitmotiv a lo largo de todas las películas que funciona además, en ciertos aspectos, como marca de agua que certifica las aptitudes bélicas o heroicas de un personaje. Por ejemplo, en el episodio IV, la primera película por orden de aparición, Han Solo se presenta como el capitán del Halcón Milenario, la nave que hizo el Corredor de Kessel en doce parasegundos (sea eso lo que sea); o Luke Skywalker, el héroe, es, antes que ninguna otra cosa, un piloto excepcional, como antes que él lo fue su padre. En efecto, en Star Wars, “un automóvil que parece correr sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia”. En cambio, como para simbolizar el predominio de la sabiduría frente a la fuerza, de la reflexión frente a la acción, el maestro de Luke, el prudente Obi-Wan Kenobi, detesta desde joven volar.
Por descontado, en este universo el deporte estrella tenía que ser el motor, y en efecto, así lo descubrimos en el episodio I, La amenaza fantasma, donde vemos en una secuencia tan larga e innecesaria como útil para nuestro análisis, una carrera de vainas, la versión futurista de nuestra Fórmula 1 en la que los contendientes pilotan monoplazas que, por supuesto, vuelan y donde violentamente (la Galaxia de Star Wars es, ante todo, un lugar violento) se hacen, salvo el por entonces inocente Anakin Skywalker, todas las trampas posibles con el objeto de asegurar la victoria por el método seguro de hacer abandonar a los rivales, que en algún caso mueren incluso ante la emoción y el jolgorio de los espectadores, como en el circo romano.
De hecho, hay justo en el siguiente episodio, El ataque de los clones, un evidente remedo de las luchas de gladiadores cuando los protagonistas caen en poder de los resbaladizos líderes de la Federación de Comercio en un planeta árido (lo desértico parece simbolizar insistentemente en Star Wars lo bárbaro, inculto, incivilizado, lo marginal dejado de la mano de Dios y donde por tanto las dinámicas violentas se desarrollan sin ningún disimulo, como en el salvaje Oeste) y deciden ofrecer su ejecución como espectáculo a sus habitantes, unas inquietantes criaturas a medio camino entre avispas y lagartos realmente desagradables, que se arremolinan en una especie de anfiteatro pobre pero de gran capacidad para verlos perecer a manos de tres bestias fantásticas. (Hacen muy bien: es sabido que, si no se les torease, los Jedi se extinguirían). Afortunadamente, los poderes y el entrenamiento de los dos caballeros Jedi y la valentía y serenidad de la senadora Amidala son bastante para sobreponerse a tres animales, por amenazantes que sean.
Pero en todo caso, tiene más interés, para mi gusto, cierta secuencia de la segunda temporada de The Mandalorian, la exitosa serie, declaradamente pulp, ambientada en los años inmediatamente posteriores a la caída del Imperio en el episodio VI y cuyo mayor mérito es darnos a conocer zonas ocultas del universo ficcional: nuevos paisajes, nuevos ambientes, nuevas criaturas, nuevos problemas y villanos… Pues bien, como es lógico, en el inmenso vacío de poder que sigue a la caída del Imperio, campan a sus anchas diversas mafias y guerrillas que gobiernan informalmente las zonas más alejadas de la nueva legalidad que intenta imponer la vacilante Nueva República. Es un mundo fascinante repleto de bajos fondos, proscritos y buscavidas en el que proliferan también las apuestas deportivas en oscuros recintos de dudosa reputación. En un episodio se nos muestra como de pasada uno de ellos en donde se celebra un combate de boxeo: magnífica elección para terminar de ilustrar con un breve trazo deportivo el mundo marginal y derrotado (o casi en el borde de la derrota) en que se mueven los personajes y para, al tiempo, darle una insospechada dignidad de cine clásico, convenientemente matizada, por supuesto, por ciertos detalles futuristas y fantásticos que hacen este combate al tiempo extraño y familiar.
Y quizá sea esa la función principal de estas breves pinceladas deportivas: contribuir, como tantos otros elementos en la saga, a que su galaxia tenga algo de fascinante y al tiempo algo de acogedora, a que en ella nos sintamos como en casa, pero a la vez infinitamente lejos de ella.