‘La educación física’, de Rosario Villajos, Premio Biblioteca Breve 2023

JORGE DÍAZ MARTÍNEZ.

Leída y subrayada La educación física, de Rosario Villajos, más que el premio a la novela, creo que la novela le ha hecho un favor al premio, devolviéndole un título del calado de su primera época, cuando lo ganaban autores como Mario Vargas Llosa, Juan Marsé y Carlos Fuentes, por ejemplo. Las obras anteriores de Rosario Villajos destacaban por la acidez de su estilo, por su gracia de color tirando a oscuro, su habilidad en el retrato satírico de costumbres, su trasfondo social y feminista y por el fuerte carácter de su prosa. Tanto Ramona (2019) como La muela (2021), eran libros de tono, en general, desenfadado y hasta humorístico, en los que las situaciones se narraban con una sonrisa sardónica. Esa era, hasta ahora, la marca propia de la autora. Tomadas en conjunto ―incluyendo el cómic Face (2017)―, ahora vemos que su letra se ha ido endureciendo con cada entrega, a la vez que ganando en hondura.

Tanto Ramona como Rebeca, sus anteriores protagonistas, a pesar de lo bien retratadas que estaban, resultan casi caricaturas al lado de Catalina, la superviviente ―por así decirlo― de La educación física. Aquí nos adentramos en las profundidades de la psique de una adolescente que lo pasa francamente mal. Como lectores, sentiremos su rabia contenida, la constricción y subterfugios por los que necesariamente se desenvuelve su vida, una vida encajonada y dependiente de una madre mentirosa, castrante y sobreprotectora, un padre autoritario, tacaño y obsoleto, dentro de una familia disfuncional y machista, en una ciudad pequeña de los noventa, en una España hortera y zacatera, de reality shows y caspa en la pantalla. Como lectores, encontraremos en negro sobre blanco numerosas situaciones traumáticas en las que en demasiadas ocasiones nos reconoceremos.

En una charla a la que tuve ocasión de asistir, debatían la autora y el escritor Munir Hachemi sobre el carácter pasivo de Catalina, en el sentido de que más que actuar, Catalina reaccionaba a lo que le sucedía. No estoy del todo de acuerdo, primero porque cada reacción de Catalina determinantes para la trama―, por instintiva que sea, es el acto de una individualidad intransferible y, segundo, sobre todo, porque la acción principal de la novela, en mi opinión, no transcurre tanto en el plano físico ―que también― como en su correlato subjetivo, es decir, en el flujo de conciencia de Catalina. Hay que tener presente que el aspecto decisivo de cualquier texto literario es su punto de vista, y en el caso de La educación física ese punto de vista es el de Catalina, con puntuales reflejos a través de sus diálogos y con la ambigüedad añadida de una voz narradora que tiende a confundirse con ella. Y si lo determinante, insisto, es ese magistral ejercicio de focalización que plasma sobre el papel la vivencia interior de Catalina, cómo el mundo se ve a través de los ojos de una adolescente acomplejada, neurótica e introvertida de los noventa, de una adolescente en permanente estado de estrés postraumático ―y con buenas razones, conscientes o inconscientes, para estarlo―, lo más valioso de esa mirada interior sería valga la redundancia su pensamiento, ese último reducto de libertad, intimidad y rebeldía que le queda a Catalina. 

Su voz ensimismada traducida por la voz narradora que se superpone a ella señala una y otra vez, desde el dolor y la frustración, la hipocresía y dobleces de una sociedad que se confirma especialmente amenazante para cuerpos como el suyo, los cuerpos de unas mujeres que, paradójicamente, con frecuencia funcionan como correa de transmisión reproductora de esos mismos valores o habitus sociales que las co-hartan y aprisionan. La mirada de Catalina no deja títere con cabeza, empezando por su propia familia, sus amistades, las vecinas, los profesores, la tele, los demás y, por supuesto, ella misma.

De alguna manera, la novela reproduce varias características de los géneros modernos que Carlos Pardo ha asociado con cierta tradición cínica, entre otras, un posicionamiento feminista, la corporeización del pensamiento ―o de la escritura, visceral y sudorosa―, la oposición de lo físico a la doxa (la ropa aparece en repetidas ocasiones como símbolo material de esas convenciones sociales que todo el mundo lleva aunque nadie esté cómodo con ellas), la mezcla de lo humorístico y lo serio ―en este caso, el humor es bilioso―, una especie de empatía animal, la verdad como tortazo (unos cuantos se lleva, literal y metafóricamente, Catalina), o el hecho de dar voz a un punto de vista exótico, foráneo o marginal y, sin embargo o precisamente por eso―, señalar problemáticas que afectan al conjunto normativo, al conjunto social que sí ha asumido esa normatividad.

Es posible que Catalina no sea ―como ella misma dice― igual que las demás, pero ¿qué es la normalidad? Sus desventuras y ardides serán reconocidas, en mayor o menor grado, por todos los lectores. La crudeza de sus disforias es la pureza de la mirada infantil, antes de ser domesticada. La doxa, lo normal, es justo lo que este libro corrosivo perfora. El retrato interior de Catalina no es solo valioso desde el punto de vista figurativo, sino igualmente y con más motivo, porque sigue percutiendo en el presente.

En fin, habría tanto que decir de la novela de Rosario que necesitaría un artículo académico entero, como mínimo, sólo para abrir el melón. Tardaría un año en escribirlo y aun así me dejaría cosas en el tintero. En todo caso, apuesto a que esta novela pasará a la historiografía como una de las más destacadas de la década. Después de La educación física, no me imagino qué otra cosa puede escribir Rosario para superarse, pero tampoco me extrañaría que nos volviera a sorprender.    

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