‘El desierto de los tártaros’, de Dino Buzzati

FRANCISCO JOSÉ GARCÍA CARBONELL.

Uno se acostumbra a todo, incluso a la desesperanza. El mundo que describe Dino Buzzati  se ha quedado estancado en el tiempo, el desierto que se esparce bajo las murallas de la fortaleza es tranquilo, demasiado tranquilo. El horizonte presenta ante la mirada del oficial siempre la misma impasibilidad. La respuesta ante el sentido de su misión, se va apagando en las densas arenas. Uno se pregunta mientras va avanzando en la lectura ¿Por qué no cambia de destino? ¿Por qué no da el salto a ese modo de vida que tanto desea?

Siempre hay algo que ata al soldado en la fortaleza. Esto, esa era la intención del autor, es un símil fiel a una vida, la nuestra, que se mueve en el ámbito en el que hemos decido refugiarnos en todo momento. Es una muestra, por tanto, de la inutilidad que presenta el trascurso de la vida y la expectativa imposibles de unos deseos. El campo de batalla que queremos presentar siempre queda más allá, hacia un horizonte lleno de posibilidades.  El militar va envejeciendo perdido en un interminable desierto. La promesa de la batalla es lo único que da lugar a que aguante allí. Y así, de esta manera, pasan los años y los años, y aquel joven hombre que llegaba a la fortaleza tan lleno de esperanza se ve atrapado entre un querer y no poder dar el paso para irse de allí, cobrar otro camino alternativo que lo aleje de toda esta monotonía. Su corazón está puesto en ese otro camino alternativo, pero su mente le advierte sobre la futilidad en que quedarían todos esos años de espera, más si al enemigo le diera por presentarse.

La fortaleza le ha atrapado tras sus carcomidos muros, la arena del desierto le ha obnubilado la mente, los sueños van quedando cada vez más distanciados en el tiempo. No pasa algo que rompa el desolador aburrimiento,  todo se adecua a una inflexible moral que no deja paso a cualquier incorrección sobre la misma. Las normas que dan sostén a la convivencia está tan incrustadas en la mente de los soldados que habitan aquel recinto militar, que el mal y el bien queda diluidos en el cumplimiento del deber por el deber, este encuentra su máxima expresión aquí, en un reglamento que descarna el alma de la persona. Lo podemos ver en la única escena violenta en toda la obra. Se pierde un caballo y un soldado va a buscarlo, a su vuelta el compañero que hace guardia, pese a reconocerlo, le dispara porque no le da el santo y seña.

El final es catastrófico, desde mi punto de vista, pues después de tanta espera, de tantas luchas internas, en el momento que se va dilucidando en el horizonte todo aquello que había dado sentido a su estancia allí, la tan esperada batalla, el protagonista termina sucumbiendo a una muerte absurda, justo antes de que empezara a tomar forma aquello por lo que había renunciado a tantas cosas. Este muere sin más, y es en la muerte cuando entiende el papel de la resignación, aunque demasiado tarde.

Decir, por último,  que estamos hablando de una crítica a ese mundo externo e impasible a nuestras emociones. Este es un mundo en el que intentamos proyectar nuestros deseos, manejarlo conforme queramos. Al final, por desgracia, descubrimos que el mismo escapa a todas nuestras pretensiones. Así,  cuanto antes nos resignemos a aceptar esto, que este mundo no es predecible, antes saldremos de ese desierto que nos aliena.

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