Velocidad de la ignorancia

Emilio Calvo de Mora.- Prestar atención a algo o alguien es darle importancia, concederle el tiempo preciso para comprenderlo, para aceptarlo o para refutarlo. A la atención no se le ha dado el predicamento debido. Las razones son variadas. La más evidente proviene de las leyes del mercado, que son inflexibles cuando cuadran sus balances. Por encima de cualquier otra consideración, nuestra sociedad es mercantil. El corazón de nuestra civilización bombea saldos, débitos, haberes. No cabe argüir réplica alguna a esa circunstancia eminentemente monetaria. Sobre esa férrea ley el hombre construye el futuro para el hombre. Los individuos, a ojos de esa convención práctica, somos consumidores, más que otra cosa. Hay quien tiene más confianza en mí mismo cuanto menos sabe de lo que le circunda. Por la misma regla, quien vive en completa zozobra, cuestionándolo todo, conoce la realidad en la que vive, aunque su modestia o su ansia por saber más le impida la vanidad de confirmarlo. Será el tipo de persona que se esmera cuando algo novedoso le ocupa, concediéndolo tiempo, esforzándose en no claudicar cuando se tuerza la posible interpretación de lo que quiera a lo que se esté entregando. Si Umberto Eco dividía a la población entre apocalípticos e integrados, la taxonomía más válida hoy en día es la de atentos y desatentos, la de los que están firmemente interesados en saber, es decir, en ahondar, en no quedarse en la periferia de las cosas, en su superficie, y la de los que prefieren el picoteo frívolo, esa especie de apnea breve en la que el aire no circula por donde suele hasta que la sangre exige su rutina y abrimos la boca como si toda ella únicamente tuviera esa función y la ejerciera a conciencia. No interesa lo que dura más de dos aspiraciones profundas de aire o una intensa, en ocasiones. Cambiamos de pantalla con ansia, satisfechos de lo visto o de lo oído, convencidos de que podemos sacar más partido al tiempo del que disponemos si conseguimos ver mucho, oír mucho, aunque no sepamos qué hemos visto y no hayamos reparado en lo que hemos oído. Son nueve los segundos en que nuestro cerebro desecha un punto de interés y lampa por dar con otro que lo sacie, que le permita una nueva bocanada de aire para que la máquina siga en movimiento, como un perpetuum mobile algorítmico. La imagen del pez que no discierne lo que antojadizamente la realidad le ofrece y sustituye una distracción nos concierne estremecedoramente. El nuevo orden económico es dinámico, desoye cualquier consideración en la que cuente la lentitud, requiere usuarios voraces. El nuevo paradigma es el de la velocidad.

En La civilización de la memoria de pez, subtitulado Pequeño tratado sobre el mercado de la atención, Bruno Patino, director de Art France, decano de la Escuela de Periodismo Science y colaborador de la revista Rolling Stone, habla del ser humano como consumidor. Su discurso es ameno, terrible y ameno. Se lee con pasmo, con incredulidad, con miedo. El mercado no se esmera en pulir objetos y en hacerlos atractivos para que se adquieran: su nuevo interfaz es la de los datos. Ya no hay una semántica de la información, sino una avalancha de contenidos. Lo digital es el humanismo reconvenido en mercancía. Esta es la civilización líquida, leí una vez. El agua que la representa llegaría a cualquiera parte, se las apañaría para no dejar nada fuera de su influencia, tendría la virtud de aplacar nuestra sed y la de, llegado el caso, si se presenta torrencialmente, dañarnos, eliminar de cuajo el cometido que le encomendamos y arrogarse  otro, más fiero, tóxico. Incluso ese agua, que es vida -tantas veces se nos ha dicho y hemos comprobado eso-, posee la fugacidad como primer atributo de su oficio. No nos precavernos ante ella. La sociedad se ha anegado de información, ha perdido el antiguo equilibrio entre la oferta y la demanda, ha sacrificado los primores de la profundidad  (penetrar en las cosas, apurarlas) por la liviandad de la superficie. Se ha difuminado la autoría, que ahora es múltiple y fragmentaria. Se ha consignado cierta liviandad en el modo en que la información se vierte. Importa menos su legitimidad o su coherencia. El grado de exigencia también se reduce. No queremos que nos instruyan o que nos hagan críticos: queremos que nos entretengan. La inteligencia es un producto contrario a la normativa digital. La cultura ha pasado a ser circular, omnímoda y no es que esa asunción sea dañina, sino que otorga al receptor de esa información la posibilidad de erigirse como emisor, sin que haya filtros que autoricen la rendición de su discurso, que puede ser (lo es en la mayoría de los casos) contraproducente o vacuo o falso. A falta de un marco jurídico competente que controle las excentricidades y las tropelías de esta nueva nómina de autores, la sociedad se acerca a pasos agigantados a una especie de anarquía en la que nadie sabrá mucho, pero donde todos podamos considerar que sabemos de todo.

La consigna es facturar. El producto es usted. La captación de clientes se hace sin el concurso del usuario, que concede a la máquina arbitrio sobre su persona. Ella registra, más que un perfil, un inventario prolijo de afinidades que, en manos de quien implanta el algoritmo, informa limpiamente del ánimo diario del usuario, halagándolo con la restitución de sus vicios, prodigándose en que no le falten cuando se conecta. Esa inteligencia es de una asepsia encomiable: estudia los datos que se le dan y conforma un sometimiento tácito (lo escribió Byung-Chul Han en el clarificador En el enjambre), un estado soberano del ocio, una cárcel que suprime la realidad y la reemplaza por un simulacro digital. El mismo cerebro modifica su arquitectura para acometer la lectura de toda esta ingente cantidad de información que le ofertamos. Bruno Patino se esmera en más de una ocasión en dejar claro que las redes sociales no son malignas de por sí. Lo que es pernicioso es la dependencia hacia ellas. La consecuencia atroz (no es descuidado el adjetivo) es la concesión a que un dispositivo móvil organice nuestra jornada o la adicción a estar en permanente vigilia digital. Produce más estrés no contestar a un mensaje que abrir cada uno que entra en nuestra bandeja. El umbral de atención que se les dispensa es mínimo. El admitido a responderlo se concatena a los que están pugnando por ser atendidos. Incluso aceptamos que la aceptación que tengamos en la sociedad provenga del número de likes que se acumulan en nuestros posts. Nuestros propios datos se usan contra nosotros, sentencia Patino. Yo soy la materia de que está hecho mi enemigo. La misma máquina que planea quién está a un lado y quién a otro en el tablero de nuestra civilización no siente que esté fragmentando la realidad o que hasta ella se esté desmembrando, habilitada para tomar decisiones y carente de conciencia para legitimar (o pensar siquiera) la facultad que se le arrogó y que ya escapa a su dominio y al de sus creadores. Ha creado un negociado de la ficción al que la literatura del hombre ha tardado milenios en construir. La IA es el paradigma de la amenaza total, la evidencia de que el invento se nos ha ido de las manos y campa (y no ha hecho nada más que echar a andar) y campará con la impudicia de quien ignora el alcance de sus proezas.

La red brinda respuestas a cualquier pregunta. Su grado de credibilidad es absoluto. Una vez que hemos ingresado nuestro requerimiento, los motores de búsqueda dan con infinidad de contenidos que satisfacen nuestro anhelo. No importa que no se haga un escrutinio de su  veracidad: es la cantidad la que nos surte. Google es un bazar, un todo a cien, un Maquiavelo moderno que anticipa nuestras incertidumbres y las reformula para que no nos sintamos desvalidos. Pero es la orfandad el signo de su cruzada. Patino cita la decadencia de la verdad. La compone con visible ansiedad: cree que los viejos conceptos morales sobre los que se ha levantado el humanismo están siendo socavados por una nueva enfermedad del espíritu consistente en dejarse quebrar, en no considerar el daño que el progreso le está causando. Es más creíble la verosimilitud que la verdad. La primera, una vez confirmada y tasada, hasta es más barata, exige menos atención, menos capacidad crítica. No hace falta ser cultos, ni sensibles: basta colocarse frente a la pantalla y engolosinar la mirada con el tumulto de contenidos que ofrece. El autor no demoniza a internet, que valora y aplaude. Donde fija su zozobra (mía también, nuestra casi irremediablemente) es en la permisividad con la que nos dejamos invadir por la tecnología. La globalidad a la que tenebrosamente nos abismamos es de naturaleza mercantil. Se ha difuminado el espíritu conciliador con el que los padres de la cibernética creyeron instaurar un nuevo orden social. Paradójicamente, esta espiral de loco avance tecnológico posee un brillante futuro, recalca Patino. Internet es la herramienta idílica si se maneja con mesura y se hace prevalecer el bien sobre el mal, la fundación de un universo democrático y consciente de su poder sobre la peligrosa inercia de un sistema de valores fundamentados en la velocidad y en la ignorancia. La máquina odia la lentitud. Y, sin embargo, no todo está perdido. La civilización tiene memoria de pez, es cierto, pero el hombre ha sabido sobreponerse a batallas más cruentas. La de ahora es de índole intelectual o moral. No se vierte una sola gota de sangre, no se despliegan oriflamas en la liza, no se entroniza al ganador, no se humilla a quien pierde: todos ganamos, todos perdemos. Tardamos nueve segundos en perder el interés en algo, nos cuentan. No damos estúpidas vueltas en la pecera. Tal vez estemos tanteando, conformando nuestro lugar en el mundo en la creencia de que es posible sobreponernos al caos que se cierne como una pandemia invisible. Todas lo son, al cabo. La que nos ocupa es perseverante, se está probando. De fondo, sin que se le haya dado todavía aprecio suficiente, está la soledad a la que nos empuja este nuevo parque temático de la diversión. Basta una conexión a internet en un móvil para que nos sintamos en multitud. La recompensa es tan inmediata y los requerimientos en el manejo tan livianos que no apreciamos lo que se está perdiendo en el camino.

La civilización de la memoria de pez no alarma más de la cuenta, aunque ofrece abundantes motivos para preocuparnos. Es un libro pertinente, por desgracia. Su brevedad no es casual. Se propone crear registrar un malestar, una enfermedad de nuestro tiempo. Podría pasar por un prontuario de roturas en el tejido social o por un manifiesto contra las adicciones. También es un aviso sobre amenazas futuras. Patino no se arroga la facultad de aliviar el mal reinante: se limita a exponer un protocolo de hechos irrebatibles, muy bien documentados. Perturba esa idea de que nuestros procesos neuronales están adaptándose a la ingeniería de todas esas plataformas digitales. Sobreestimulados, abocados a un carrusel de novedades imparable que, a la larga, sepultará el acervo de la cultura tal y como la conocemos. Las patologías son variadas. La más común es la ansiedad. Somos peces ansiosos, volviendo al protagonista de este ambicioso (en su ligereza) libro. Ansiedad por tener más seguidores, más amigos, más likes, más evidencias de que se nos acepta, de que lo que hacemos cuenta para alguien y lo refrenda al pulsar una tecla. Qué elemental agasajo. Patino insiste en nuestra condición de consumidores, pero cuela la de internautas. Prima la disponibilidad constante, esa certidumbre de que podremos acudir a que se conforte sin que el elegido para aliviarnos sepa que le hemos solicitado ayuda y así no tener que rendir cuentas ni que mostrar una gratitud que no estamos dispuestos a conceder. Se quiere algo y se tiene. Las plataformas musicales o de streaming  (intervenga el pago o no) cooperan entusiásticamente en este imperio de la inmediatez. Tener la certeza de que todo está a nuestro alcance debilita la hermosa idea de que el esfuerzo (o incluso la suerte) es el instrumento que nos lo acerca o lo hace nuestro. Lo que no cuesta trabajo de conseguir no se valora. Esa máxima la hemos escuchado muchas veces. La bomba invisible que guardan las redes sociales es que nos están birlando la suprema belleza del sacrificio. Puedo tener amigos a los que acudir sin levantarme de mi sillón y ellos me tendrán a mí sin mayor fatiga. Hasta puedo desconectar mi atención a voluntad sin que ese acto de desinterés contraiga alguna desavenencia con quien entablo una conversación. La realidad ha pasado a ser una interfaz informática; la vida -si no atajamos este desatino-, una aplicación de un sistema operativo. Con todo, a pesar de todo, el pequeño tratado que se lee en este libro da una esperanza, no criminaliza al hombre: tan sólo lo coloca ante su fragilidad, lo ajusta a los nuevos tiempos.

 

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