Miscelánea coherente de deporte y literatura
LO QUE HAY DEBAJO DEL DEPORTE. Alguna vez hemos citado aquí la visión antropológica del deporte como una estilización de los impulsos destructivos del ser humano para controlarlos y someterlos a forma dándoles una salida suficientemente satisfactoria para la psique y al tiempo aceptable para la civilización. De aquí surge, según Schiller, por ejemplo, el juego y, en definitiva, el deporte, que funciona en parte como representación amable y deleitosa de lo que en estado natural sería simplemente la guerra sin cuartel. Utilizando, pues, la famosa metáfora de Nietzsche, podemos entender el deporte como una representación apolínea del fondo dionisiaco del alma humana. El equilibrio, con todo, es siempre precario y puede romperse en el momento menos pensado, como le ocurrió a Andrea Camilleri en un episodio de su infancia que relata en Ejercicios de memoria.
Resulta que Camilleri, perteneciente a una familia acomodada de la provincia siciliana de Agrigento, tenía en casa de sus abuelos un patio lo suficientemente grande como para jugar al tenis con un amigo, aunque no tan acondicionado como para jugar al tenis según las reglas profesionales: “Por descontado, se trataba de un tenis rudimentario: no había red y las reglas no eran ni mucho menos las habituales”; de modo que las discusiones en caso de duda debían ser frecuentes y fogosas, y “con frecuencia […] acababan convirtiéndose en auténticas peleas a raquetazo limpio”. (Insistamos en señalar la importancia de una reglas claras, justas y sencillas para aplacar los furores destructivos o dionisiacos). Este no es, sin embargo, el episodio, sino solo una aparente reflexión previa de Camilleri que creo que explica humorísticamente el valor simbólico de la narración. Un día, a mitad de juego, Mimmo, el amigo de Camilleri, recibe un aviso de su padre para acompañarlo a hacer una gestión y ve la oportunidad de interrumpir el partido, que iba perdiendo, con lo que lanza apresuradamente y de forma un tanto descortés la raqueta y la pelota a Camilleri, que se queda como paralizado (¿por la indignación, por la sorpresa, por la decepción…?) hasta que decide aprovechar para acercarse al mar a refrescarse. Inmediatamente y sin previo aviso, nos dice, “oí un chasquido terrible y al instante la tierra se abrió bajo mis pies. Pegué un grito ̶̶ sigue narrando ̶ y caí en picado para aterrizar en vertical dentro de un líquido que me llegaba hasta el cuello: era negro y viscoso y, sobre todo, despedía un hedor insoportable. Comprendí de inmediato que dos de las tablas que cubrían la fosa séptica de la casa, y que estaban a su vez cubiertas de tierra, se habían partido bajo mi peso”.
Creo que la yuxtaposición de este incidente con Mimmo y la complicada relación deportiva entre ambos muchachos permite una sencilla lectura del episodio como un recordatorio de lo que hay debajo del deporte: un montón de inmundicia al que podemos caer tan pronto como se pudran las tablas de distinto tipo que lo separan de la superficie del juego.
O QUIZÁS ESTUPIDEZ. ¿Y se puede aplicar este razonamiento al ámbito mental, individual? Según dos grandes autores, creo que sí. El primero es Hergé, el dibujante creador de Tintín, que en Vuelo 714 para Sidney incluye un pequeño gag de tema deportivo a costa del profesor Tornasol, gran científico sordo, prototipo del sabio despistado y, ciertamente, hombre pacífico y en absoluto aventurero del que nadie esperaría ningún gusto por el ejercicio físico. Pues bien, de pronto y para nuestra sorpresa vemos al profesor presumir de su juventud deportiva: “¿Cabalgar? ¿Si yo he cabalgado?… Antes, sí. ¡Y no solamente cabalgar! Aquí donde usted me ve he practicado casi todos los deportes”, dice ufano, y continúa (el dibujo es realmente magnífico) con la cara de ilusión, pujanza y orgullo que caracteriza a quienes practicaron algún deporte en los lejanos años de la mocedad y consideran que descollaron en él: “El tenis, la natación, el fútbol, el rugby, la esgrima, el patinaje: todos los deportes, ya le digo. Sin olvidar los deportes de combate: la lucha, el boxeo inglés, y el boxeo francés, es decir, la lucha a puntapiés”, deporte desconocido para su auditorio que él se apresura a explicar y ejemplificar en directo: “Miren, por ejemplo, el puntapié en la cara, era mi especialidad… Sigan bien el movimiento…” Así que Tornasol salta con energía juvenil, se pone en el aire casi en horizontal y, del impulso, pierde en el camino la cartera, un zapato, la pluma estilográfica, el reloj de bolsillo, el sombrero e incluso los puños de la camisa. La tensión, la fuerza, la convicción son máximas e impresionan sin duda, pero el profesor termina cayendo al suelo con estrépito y tiene que disculparse entre humillado y aturdido: “Sí, claro, he perdido un poco de agilidad… Pero con algo de práctica, pronto la recobraría”. Este alarde de optimismo infundado colma la paciencia del capitán Haddock, por mucho que él mismo no sea ningún ejemplo de templanza, y reconviene duramente al profesor: “¿Cuándo dejará de hacer el zuavo?”, le dice gritando. Y en fin, es posible que tenga razón y que el espíritu juvenil, cuando no infantil, que infunde en nosotros el recuerdo de las hazañas deportivas de nuestra mocedad, aunque comprensible y, si se quiere, encantador, sea en el fondo una forma de estupidez.
EL TÓPICO DE LA INCULTURA. Y, desde este mismo punto de vista, no es de extrañar, a fin de cuentas, la existencia del famoso tópico que identifica el gusto por el deporte con el desinterés por el arte y la cultura o, más directamente, con la pobreza espiritual. Así parece pensarlo un escritor tan refinado, tan espiritual en cierto sentido, como Marcel Proust, que en Sodoma y Gomorra, el cuarto volumen de En busca del tiempo perdido, presenta en un momento dado al barón de Charlus burlándose de un tal conde Arnulphe, “que no conocía siquiera el nombre de Balzac” y, al preguntarle si le gusta la lectura, responde, sin darse cuenta de la chanza, “con una precisión complaciente e ingenua”: “¡Oh! Lo mío es más bien el golf, el tenis, el balón, las carreras a pie y sobre todo el polo”. Tanto tiempo dedicado el deporte y tan poco al arte… Proust mismo solo puede burlarse y compararlo con la diosa Minerva, que “había dejado de ser en cierta ciudad la diosa de la Sabiduría y había encarnado una parte de sí misma en una divinidad puramente deportiva, hípica, Atenea Hippia”, lo que “le confería […] una superioridad que todo el mundo debía envidiar y reconocer”. La burla es demasiado evidente, casi burda, y Charlus no la disimula, pero tanto da, porque el pobre Arnulphe no tiene la capacidad para captarla. Y es que quizás, por adoptar también nosotros el tópico solo en el final de este párrafo, realmente haga falta ser bastante tonto para mostrar una afición tan desmedida al deporte.
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