“Las infancias sonoras”, de Nuria Ortega Riba
Es hora ya de que los teóricos de la literatura nos permitamos el lujo de la crítica impresionista, de que nos concedamos la reseña de las filias subjetivas que nos ha causado un libro, incluyendo su olor, el tacto de sus páginas o la bella edición, como vienen haciendo la mayoría de comentaristas ―no pagados― de internet.
En algún lugar, Luis Antonio de Villena declaraba que a sus treinta comenzó a interesarse por la joven poesía. Yo puedo decir lo mismo a mis cuarenta y seis. No es que nunca haya dejado de hacerlo, en realidad, pero a lo que voy es que, afortunadamente, en la actualidad contamos con una promoción de vates emergentes cuya calidad supera sobradamente las implícitas taras de la juventud. Y, por cierto, en contra de lo que dicen por ahí, la poesía no sólo no está muerta, sino que está de parranda: cada vez se lee y se escribe más, para bien o para mal. Incluso dejando aparte toda la marabunta de aspirantes a influencers planetarios, hoy en día disfrutamos de una hornada caliente de jóvenes legibles publicados en una variedad de casas editoriales como Cántico, Hiperión, La Bella Varsovia, Ultramarinos, Pre-Textos y Adonáis (enumero, pero no agoto).
El fenómeno Adonáis no deja de sorprender. La madre de todos los premios, que los novísimos creyeron como un yogurt caducado, en estos tiempos revueltos de tanto verso fácil, de tanta línea rota, se ha convertido en un valor refugio. Hace unos cuantos meses tuve ocasión de acudir a la presentación en Granada de Las infancias sonoras, de Nuria Ortega Riba, ganadora de la edición de 2021. Durante el recital, el público cazaba las figuras retóricas al vuelo. Un espectáculo filológico estupendo. A mí me gustó la sinestesia «silencio cegador», pero no dije nada. Compré el objeto-libro y solicité el fetiche de la firma. Luego pasé leyéndola los fines de semana, como quien disfruta un café en una terraza ―o simultáneamente, en realidad―.
Escribo en un post-it los grandes clásicos de la literatura.
Nuria Ortega Riba
La resonancia modernista del título encaja bien con un libro que logra conjugar tradición y actualidad. Se trata de un caso más de ese género iniciático que podríamos denominar «poemario de formación», en el que la locutora protagónica recrea con aparente ingenuidad y saludable técnica su (relativamente) cercana transición entre infancia y juventud, que en este caso aparece en conjunción triangular con el alejamiento o desarraigo su tierra natal.
Ingredientes: Nostalgia de la infancia, de la belleza telúrica de Almería, sus dunas sensuales, sus desérticos cielos, el tópico encalado de sus pueblos y la manera lorquiana de su arena. La intensidad simbólica de motivos tangibles como boyas al fondo de un horizonte líquido. Hay versos contenidos y verbo desmedido (quiero decir que juega con la métrica, en lugar de ceñirse a un patrón rítmico). El valor de exhibir la impudicia de emociones sinceras. El tono lírico en vez del prosaísmo coloquial tan extendido, pero sin excluirlo. El aparente irracionalismo de imágenes que funcionan como un resorte escondido.
Lo tengo subrayado y anotado. Tiene poemas lorquianos como «Lorquiana», metafísicos como «Hasta las boyas», metaliterarios como «Secar flores», esenciales como «La indeterminación de algunas palabras», atemporales como «Visión de una tarde de lluvia», nominales como «Agua», conmovedores como «Ser así», extraviados como «El árbol», redondeados como «Arroz con leche», sociocríticos como «El espejo», metalingüísticos como «Loaiara», cernudianos como casi todos. No rehúye lo concretamente personal, más bien se nutre de ello. La familia está siempre presente. Y hay una constante relación, muy íntima y muy piscis, con la naturaleza ―incluyéndose a sí misma y a la urbe―. Y hay también, como siempre, algunas naderías que nos permiten hacer un descansito en la lectura ―pero pocas―. En general, el libro se sostiene sin complejos sobre un tono elevado y conmovido, sin llegar al misticismo, pues su mirada se adentra en lo onírico terrestre y mercurial, en el recuerdo, mientras que lo trascendental apenas se boceta en algún verso ―pero sí―.
Para no hacer más spoilers, y a modo de conclusión, mejor un texto:
LA X EN EL MAPA
A nadie le importa que fuéramos felices atrapando cangrejos
en la cala de la Media Luna.
Pasábamos las casas blancas del pueblo, los molinos,
las olas de los Genoveses.
De debajo de las piedras salían lagartijas,
el sol nos quemaba una piel virgen aún,
comíamos arena con el bocadillo,
tortilla de patatas con sabor a sal.
A nadie le importa que fuéramos felices saltando en las rocas
a un brinco de abrirnos la cabeza
o de clavarnos las púas de los erizos negros
del fondo de las balsas.
Pero lo éramos. Cerramos los ojos y nos vemos
agitando las manos desde lo alto de las dunas:
«¡Es aquí! ¡Es aquí!».
La X en el mapa estaba prodigiosamente cerca.
Era ahí. Ahí mismo.
Las infancias sonoras
Nuria Ortega Riba
Premio Adonáis 2021
Rialp, 2022