Babylon (2022), de Damien Chazelle – Crítica
Por José Luis Muñoz.
Sorprendente vuelta de tuerca la que da Damien Chazelle (Providence, 1985). Su última película se aparta del multipremiado musical La La Land, aburrido hasta decir basta que hube de dejar a medias, de la histriónica Whiplash y de First Man, el académico biopic sobre Neil Amstrong, el primer hombre que pisó la Luna, interpretado por Ryan Gosling. Babylon no oculta haberse inspirado en el libro de Kenneth Anger Hollywood Babilonia para retratar la época más enloquecida de la Fábrica de Sueños.
Babylon, a través de la historia de tres personajes cuyas vidas se cruzan, la de Jack Conrad (Brad Pitt), un actor consolidado del Hollywood mudo cuya carrera se desmorona con el paso al sonoro; la de Nellie LaRoy (Margot Robbie), una arribista adicta al juego, al polvo blanco y al sexo dispuesta a conquistar Hollywood a cualquier precio; y su fiel escudero y protector, el mexicano Manuel Torres (Diego Calva), fascinado por el mundo del cine y que irá escalando puestos en el establishment pasando de chicos de los recados a ejecutivo en una productora, Damien Chazelle nos ofrece un fresco vitalista de los locos años veinte, sus excesos sexuales y alcohólicos y sus fiestas sin fin, y como todo eso cambió de forma radical con la llegada del cine sonoro y posteriormente con el código Hays que instauró la censura cinematográfica.
Con un preámbulo orgiástico, sencillamente hipnótico y demencial, en el que no es difícil ver una recreación de las fiestas salvajes de Fatty Arbuckle, el actor cómico más conocido por el Gordo Fatty, y algún homenaje a El guateque de Blake Edwards, irrupción de elefante incluido, rodado con una cámara tan desenfrenada como lo que retrata, ya advierte el director de La La Land lo que va a ofrecer al espectador: tres horas, que no se hacen largas, sino todo lo contrario, de sicalipsis, drogas, baile, buena música y escenas sencillamente hilarantes —la toma que Nellie LaRoy ha de repetir una y otra vez en los albores del sonoro porque alguien estornuda o abre una puerta en el estudio; el pago con billetes de atrezzo al gángster James McKay (Tobey Maguire, también productor de la película) para saldar las deudas de juego de la adicta protagonista; la lucha de Nellie con la serpiente en el desierto—, una reivindicación del exceso cinematográfico para terminar con un quiebro romántico y un epílogo nostálgico que es un homenaje a esa fábrica de sueños que fue Hollywood en su momento y que hizo tan felices a generaciones de espectadores que vivieron desde sus butacas las vidas de otros y se olvidaron durante horas, en esa oscuridad, de sus mediocres existencias.
Damien Chazelle pone toda a carne en el asador, se lanza a una piscina sin agua, asume los riesgos de ser políticamente incorrecto en estos tiempos de extrema corrección (hay escatología, sexo, desnudos, drogas y tacos, que hacen que en EE.UU. sea calificada con la infausta R de restringida que le priva de buena parte del público), filma con pasión y desenfreno contagioso y consigue hacer vibrar al espectador en su butaca con un magno espectáculo que no decae en ninguno de sus tramos. Una película grandiosa, divertida y desmesurada, una bacanal de imágenes orgiásticas para retratar ese Hollywood que ya solo es un recuerdo, y un canto de amor al Séptimo Arte —atención a la entrevista que le hace la periodista Elinor St. John (Jean Smart) al ídolo caído Jack Conrad sobre la inmortalidad que le da el celuloide: “Seguirás vivo para los niños que nazcan dentro de cincuenta años cuando tú ya no estés— en el que se lucen todos sus actores y muy especialmente ese Brad Pitt, inmenso en una vis cómica en la que se siente muy cómodo, un Diego Calva, que es todo un hallazgo proveniente del cine mexicano y de la serie Narcos: México, y la australiana Margot Robbie, descubierta para el cine norteamericano en la también desmadrada El lobo de Walt Street de Martín Scorsese, actriz que se consolida como una de las mejores del momento.
Electrizante e hipnótico el film el de Damien Chazelle, como la banda sonora, brillante, de Justin Hurwitz, que sin embargo se va a ir de la gran fiesta de ese Hollywood que reivindica, como también la nostálgica Los Fabelman de Steven Spielberg, sin ninguna estatuilla porque la Fábrica de Sueños ya no es lo que era.