Por Rubén Téllez.

Diagnóstico de una enfermedad terminal; o la crisis moral que asola Europa.

Cristian Mungiu es uno de los cineastas contemporáneos que mejor aúna ética y estética en cada ejercicio de puesta en escena que realiza. A través de un rigor milimétrico que, sostenido sobre un distanciamiento gélido de los hechos que está narrando, erradica cualquier atisbo de juicio moral que sus imágenes puedan emitir sobre las decisiones y acciones que toman los protagonistas que las pueblan, el cineasta compone verdaderas telas de araña de tensión desnuda que desestabilizan cualquier impresión preestablecida que los espectadores puedan utilizar para acercarse a sus personajes. Sus escenas suelen estar rodadas en largos planos secuencia muy abiertos que encuadran de forma frontal a los sujetos: los cortes de montaje que dan o quitan la razón a un personaje y las angulaciones que transmiten connotaciones positivas o negativas sobre los mismos no tienen cabida en su cine. Así, en sus anteriores películas el público era el encargado de sacar sus propias conclusiones de unos hechos que Mungiu narraba de forma aséptica, de imaginar qué hubiese hecho él de haberse visto obligado a vivir los acontecimientos que se habían proyectado en la pantalla. Javier Ocaña decía con respecto a Los exámenes que “la sutilísima mirada a cámara de la protagonista en el último plano, a la manera de la de Bergman en Un verano con Mónica o de Truffaut en Los 400 golpes, nos acaba interpelando a todos: ¿y tú, qué hubieras hecho en mi lugar?”.

            R.M.N supone un cambio de paradigma en la filmografía del responsable de 4 meses, 3 semanas, 2 días, puesto que los espectadores no tienen problemas a la hora de repudiar las actitudes abiertamente racistas y xenófobas de unos personajes que, pese a conocer de primera mano el dolor que producen la exclusión y el odio, no dudan en convertir el pueblo en el que viven —situado en las montañas de Pensilvania— en un hervidero de intolerancia y violencia cuando tres hombres de Sri Lanka son contratados en la panadería local. La película busca no sólo denunciar la deriva ultraderechista que están sufriendo muchos países, sino retratar la forma en que dicha deriva se va gestando. El hijo del protagonista camina en la primera secuencia por un bosque nevado de camino al colegio, y, de repente, sin esperarlo, se convierte en testigo de un hecho inenarrable; el fuera de campo en el que Mungiu mantiene dicho suceso rápidamente siembra un interrogante en la mirada del espectador, que no deja de preguntarse durante todo el metraje qué es lo que habrá visto el niño.

            Hay unos cuantos momentos en R.M.N en los que un personaje, antes de proferir un comentario racista o de difundir un bulo sobre los migrantes, dice eso de que “yo no soy racista, pero…”. En la mejor secuencia de la cinta, rodada en un plano secuencia, general y estático, de más de diez minutos, la gente del pueblo se reúne para decidir si expulsan a los nuevos panaderos que han llegado al pueblo huyendo de la pobreza. Abundan aquí las justificaciones a unas frases y sentencias injustificables; es el propio lenguaje hegemónico el que, pese a estar explicitando su poder totalitario, niega su condición de abusador, de verdugo, de racista. Mientras esto sucede, el protagonista, que en Alemania sufrió violencia xenófoba por parte de su jefe, es incapaz de tomar partido y de ponerse del lado de los pocos que se oponen a las horribles prácticas de la gran mayoría: está tranquilo porque sus vecinos abiertamente intolerantes niegan su propia intolerancia, pese a estar, precisamente, demostrándola. Ese vacío en el que se resguarda el protagonista, ese hueco que surge de la contradicción entre los hechos y las palabras que los nombran y describen, encuentra su perfecta metáfora en el fuera de campo al que Mungiu desplaza aquello que hace enmudecer al niño en la escena inicial de la cinta. Ese espacio de indiferencia, de inacción frente a la evidencia de la injusticia, es que el cineasta escruta intentando comprender los motivos por los que alguien decide abrazar la banalidad del mal, aprender a convivir con el horror ignorando su existencia y, con ella, el sufrimiento de los demás. Ahora es Mungiu quien mira, a través de los ojos de su personaje, a la cámara en el último plano de la cinta para preguntarle al espectador: ¿qué hubieras hecho en esta situación?