“Tierra llana”, de Francisco J. Castañón
Por María Jesús Mingot. MAPA DE AMENAZAS Y CICATRICES Y SÍMBOLO DE RESISTENCIA.
Ante la creciente banalización del hecho poético ligada a un largo proceso socioeconómico, político y educativo sustancialmente determinado por criterios mercantiles, y la tiranía de una inmediatez en las antípodas de la cultura, uno celebra siempre de nuevo el sumergirse en libros que realmente tengan que ver con eso a lo que llamamos “poesía” Tierra llana es uno de ellos. Construido sobre la base de un viaje meditativo geográfico, histórico, anímico, literario y también filosófico, puesto que acoge y plasma algunas de las inquietudes esenciales que dan la medida de lo humano, el poemario revela el compromiso esencial de Francisco Castañón con el mundo y con el hombre.
A lo largo de sus páginas, asistimos a un peregrinaje poético por paisajes e historia, por un pasado que aún parpadea débilmente como un pájaro abatido, en cuya activa escucha y cuestionamiento crítico anida en gran parte la apertura de un tiempo más luminoso. Peregrinaje necesario, lúcido y conmovedor, nacido de un amor que –sirviéndonos de la expresión de Nietzsche- se duele del desierto que crece.
Guiado por un anhelo de humanización el poeta vuelve la mirada al pasado, a sus raíces personales, geográficas y culturales, a la meseta castellana, a una Castilla que agoniza, en un afán por rescatar y amparar no solo la belleza asolada por tanta destrucción imparable, sino también, en íntima relación con lo anterior, una forma de vivir y de relacionarnos con el mundo más humana, fundamentada en la armonía entre la naturaleza y el hombre, y en el cuidado, cristalizado en la memoria, de algunas de las voces que nos han precedido y constituido como personas, como ciudadanos del mundo. Esa es una de las inquietudes esenciales que articulan este libro, la de la denuncia de la devastación planetaria y de la vacuidad creciente y corrosiva del hombre actual, pero también la del deseo de abrir, mediante la palabra poética precisa y honesta, un espacio para la belleza, para la vida, para la palabra humanamente prometedora y, en ese sentido, eterna.
En la voz lírica confluyen ambos senderos, el de la honda y lúcida denuncia y el de la apuesta por una esperanza que solo puede venir de la mano de un diálogo con el pasado (“Espacio que anega mi pensamiento / de pasado”), a través de la salvaguarda de una memoria que es, al mismo tiempo, humano refugio contra la muerte y espacio de configuración de nuestra identidad personal y colectiva, y eco de la propia urdimbre de la vida. Tierra inhóspita, tierra prometedora, tierra llana que revela poéticamente lugares, pueblos, estampas del ayer, latidos de vida, figuras históricas y literarias que el poeta quiere reivindicar en su atemporal vigencia ((Beatriz Galindo, Fray Luis de León, Cervantes y su Don Quijote liberador, visionario y tenaz; María de Zayas, Antonio Machado, Luisa Carnés…).
La meseta castellana, Castilla, es en el libro mucho más que un espacio geográfico. Escenario vital de esa figura mítica y prodigio literario inagotable que es Don Quijote, refleja una forma de vida, de relación con el mundo y con el paisaje, de espejo del hombre y de la palabra esencial, esa palabra carente de ornato superfluo, sobria y precisa, “donde progresa el aliento más firme del verbo dolorido”. De todo ello se hace eco y cargo este poemario en el que la suerte de la tierra, de los campos, pueblos, voces y latidos del tiempo está indisolublemente ligada a la suerte del hombre. Y viceversa.
La Tierra llana de Castañón es lamento, es doliente y amorosa evocación, y es por encima de todo una exhortación a retornar a ese espacio sin tiempo que es “Lugar común de toda alma fraternal”, y para cada hombre intransferible y urgente “nuevo comienzo”, desde una conciencia ética que promueva una forma de habitar el mundo en el que la relación del hombre con las cosas, con la naturaleza y con el otro se fundamente sobre el vivo anhelo de mejorar el mundo, la justicia y la fraternidad, abriendo así el paso, en oposición al devastador pensamiento instrumental y calculador, a un “andar abiertamente desprendido”. Castañón sabe bien que la muerte del hombre está internamente asociada tanto a la muerte de la naturaleza (“Una señal de alarma/ cuyo resonar continuo/ nadie oye”), como a ese vivir insensible y autocomplaciente frente al que ya nos advertía Coetzee. Ceguera aletargada frente a la belleza, la cultura, la naturaleza y los otros. Indiferencia autosatisfecha frente a la verdad, degradada a “jaurías de imágenes, / constructoras de veracidad adulterada”, que “recorren el orbe succionando cerebros”. Virtualidad fagocitadora para un tiempo convertido, como tanto ha denunciado Bauman, en vértigo y avalancha. Su palabra poética se sumerge en las entrañas de la belleza y en las entrañas de la destrucción, mostrándonos lo que perdura, la impronta que han dejado en su ser tantos lugares, paisajes, estampas, instantes y presencias amadas, y el rostro multiforme y profundamente amargo de la voracidad técnica, dominadora e insaciable.
El lenguaje es más incisivo y penetrante, o más lírico y nostálgico, dependiendo del cuadro poético; y las imágenes son certeras y están cargadas de fuerza expresiva, teñidas en ocasiones de fervor o ironía. Tierra llana demanda del lector algo más que una emoción acorde con los tiempos, y por consiguiente extraordinariamente fugaz. Francisco Castañón es un poeta comprometido con lo que escribe, interpela al lector y se interpela a sí mismo no en busca de una respuesta complaciente, sino de una esperanza para el mundo que sea algo más que una fugaz y subjetiva declaración de intenciones. Su lamento es tan hondo como su necesidad de seguir apostando por “la fuerza que llama a renacer”.
Lugares de la meseta castellana, paisajes, “frágiles piezas del engranaje” de la vida, destellos de un mundo rural que rinden tributo a la abeja, al fiel galgo corredor, a la nieve, presta siempre a “vestir por entero el tiempo de silencio”, entre otros muchos humildes prodigios (es inevitable recordar aquí un libro tan hermoso como Las cosas del campo de Muñoz Rojas, nacido de un amor que uno siente también latir aquí); y en otro orden, al humilde desafío del herrero, a los últimos pastores, a los “versos preclaros del pasado” y, acogidos en su prosa poética, a figuras literarias e históricas que son fuente inagotable de inspiración y arrojan luz sobre quiénes somos, dónde estamos y hacia dónde debemos ir.
En tres partes se estructura Tierra llana: “Vistas a un presente afilado”, “Pistas en el pasado (evocaciones calculadas)” y “Un mañana agitado de futuro”. En la primera el viaje nos ofrece retazos que atesoran en sus entrañas las huellas del tiempo. Fragmentos de una tierra que se muestra como paisaje y como ausencia viva, como fulgor de estampas íntimas o atemporales y como manifestación de algo mucho peor que la decadencia, el proceso creciente de destrucción global ligado a la voluntad de dominio: destrucción de la naturaleza por el hombre, del hombre por el hombre, y finalmente, destrucción derivada de la consumación del poder que se inmola desplazando perpetuamente los límites en su espiral expansiva. En la segunda el viaje rememora figuras históricas y literarias cuya importancia radica en su capacidad de ayudarnos a apostar por la libertad, a resistir y comprometernos con los valerosos sueños de un mundo más habitable, a “repensar el mundo para recomponer lo maltrecho”. En la tercera, desgrana la devastación reinante: los rostros de la devastación ecológica, del capitalismo “vampírico”, de una verdad anegada en un mar de intereses competitivos, de un sinfín de máscaras de usar y tirar, personalizadas en cadena, de ojos líquidos en manos de las fuerzas “abstractas” del mercado. El desolador retrato no acalla el anhelo quijotesco comprometido con la “esquiva esperanza”, en esa labor de rehabilitar el mundo ineludible para cada hombre.
Mapa de amenazas y cicatrices y símbolo de resistencia, de una libertad sentida como tarea, esta Tierra llana, que Castañón funde en un abrazo naturaleza y tiempo, paisaje e historia, llamándonos a una toma de conciencia urgente e inaplazable en la que se juega la posibilidad de la vida, “que se desangra sin tregua”, y la posibilidad de lo humano, de la eticidad infatigable, de los sueños promisorios que redimen y embellecen el mundo, del bien y de la dignidad de la persona. La posibilidad, en definitiva, de ese “misterioso resplandor que da respiro / y conforta todo empeño por seguir / abriendo senda si la tiniebla / y el espino cierran el paso a un andar / abiertamente desprendido”.
Tierra llana
Francisco J. Castañón
Vitruvio