Las remontadas europeas del Real Madrid y su significado estético
Bastantes veces hemos seguido en esta sección la idea, libremente adaptada de Nietzsche, del deporte como realización apolínea, elegante en muchos aspectos, de un impulso dionisiaco, una suerte de voluntad de poder o de victoria en el fondo oscura y desde luego poco racional. Parece bastante fácil aplicar este modelo al fútbol, que quizás sea -dicho caprichosamente- el deporte más dionisiaco pero también el más apolíneo de los que conocemos (así parece creerlo, por ejemplo, Santiago Alba, de lo que trataremos en otra ocasión): en los grandes partidos hay, en efecto, una combinación casi perfecta de pasión desaforada, precisión técnica y rigor táctico que lo atestiguan bien a las claras. Pero hay quizás un aspecto del fútbol en el que esta mezcla se descompensa con resultados estéticamente magníficos a favor de lo dionisiaco. Se trata de las remontadas, que, cuanto más se deben al fervor y menos al desempeño técnico-táctico, resultan tanto más satisfactorias.
Examinémoslo con el caso reciente de las remontadas europeas del Real Madrid, ejemplo máximo de esta suerte futbolística. En tres eliminatorias seguidas, después de verse en desventaja, el Madrid anotó un gol en el Bernabéu que volvió, como se dice, a meterlo en el partido y desató inmediatamente la remontada y la locura colectiva, en ese orden o en el opuesto, tan juntas se presentan que es imposible de saber. Después de largos minutos, cuando no casi toda la eliminatoria, de inferioridad manifiesta, la hazaña se completaba en un espacio de tiempo escandalosamente breve y decreciente: unos veinte minutos contra el París Saint Germain, aproximadamente diez contra el Chelsea y no más de seis contra el Manchester City. En todos los casos lo que ocurrió fue, literariamente hablando, escasamente verosímil, y más aún la acumulación de tres sucesos seguidos, de forma que los comentaristas y analistas se vieron ante la dificultad de intentar explicar lo inexplicable. Los más racionales (los más apolíneos) ofrecieron teorías que, sin ser en absoluto desdeñables, resultan evidentemente incompletas. Por supuesto, es cierto que la calidad de Benzema y Courtois fueron esenciales en todas y cada una de las remontadas, y que todos los goles, absolutamente todos, tuvieron algo muy apolíneo: el pase al hueco de Modric a Benzema contra el PSG, su centro a Rodrygo con el exterior y el remate de este contra el Chelsea, los envíos de Carvajal y Camavinga contra el Manchester City… Pero pretender que el Madrid ganó estas eliminatorias solo por calidad, especialmente si quien lo dice defiende al mismo tiempo que su plantilla o su entrenador son peores que los de sus rivales, es contrario a la evidencia más palpable. (Como también lo es, por supuesto, suponer que todo es cuestión de suerte, como hacen algunos otros apolíneos despechados ante el triunfo retumbante de Dionisio: según un análisis estadístico el Madrid tenía un 0’4% de probabilidades de enlazar ocho victorias consecutivas en finales de Copa de Europa y, por más que la suerte, como es obvio, haya desempeñado un papel en ello, atribuir a la fortuna semejante desatino estadístico no parece mucho más serio que atribuirlo a conjunciones astrales o a las cartas del tarot).
Mucho más acertadas parecen las explicaciones que podemos llamar psicologistas, basadas en la famosa expresión del “miedo escénico” que según Jorge Valdano atenaza a los equipos visitantes en las grandes noches europeas del Bernabéu. En efecto, esto ocurre (el ejemplo del Paris Saint Germain habla por sí solo) y los equipos contrarios conocen bien los antecedentes y el peligro al que se exponen, lo que comienza una especie de profecía autocumplida que les impulsa a sentirse amenazados, refugiarse en el área, pensar más en llegar al final del partido que en disputar los minutos que quedan, favoreciendo de tal modo las crecidas del Madrid que, en efecto, terminan perdiendo. Pero esto no explica, a mi juicio, lo esencial, que es que lo mismo ocurre del otro lado, también conocedor de la historia y del que se apodera una peculiarísima y diría que única convicción realmente irracional no ya de que sea posible la remontada, sino de que esta va a ocurrir. El mejor ejemplo es uno de los dos momentos emblemáticos que esta serie de remontadas ha dejado para la historia del madridismo, la celebración absolutamente enardecida y fuera de toda medida ¡del anuncio del tiempo de descuento! en el partido de vuelta contra el Manchester City cuando el Madrid acababa de marcar un gol que no le valía, en cuanto al resultado, de nada, y tenía solo seis minutos para forzar la prórroga. Pues bien, la hinchada confiaba (en el sentido etimológico de la palabra) ciegamente en que con seis minutos sobraba y bastaba para obrar el milagro. Y en efecto, así fue: en la jugada siguiente llegó el gol del empate y de pura casualidad la posterior no terminó con el tercero. Es evidente que el miedo escénico explica solo la mitad del asunto, y quizás la menos importante. El caso es que se da una especie de comunión entre la masa y los jugadores que los hace sentir a todos invencibles y seguros del éxito por improbable que racionalmente sea y pone en marcha, por una parte, una profecía autocumplida de signo positivo y, por otra, un proceso de identificación máxima con el club y con su historia que ha llevado (la otra imagen ya mítica del madridismo) a un austriaco recién llegado a levantar una silla como poseído para celebrar la culminación de una remontada.
Aun así, incluso la explicación psicológica se queda algo corta porque es aún demasiado racional. Cualquier madridista sabe (no creo, sinceramente, que un neutral pueda llegar al mismo tipo de conocimiento) que las grandes remontadas en el Bernabéu están más allá de estas hipótesis ciertas pero parciales. Por así decirlo, está más cerca de la verdad la “magia del Bernabéu” de la que habla Ancelotti que el “miedo escénico” de Valdano, recoge mejor lo que hay de irracional, de extático, realmente, en estos trances. En efecto, el rótulo de la “mística” del Bernabéu no es una licencia poética, sino algo muy exacto que expresa de forma precisa la comunión espiritual entre la grada y los jugadores y la transformación que sufren unos y otros, que se ven de pronto fuera del campo de lo analizable, entrenable y explicable y arrojados a un nuevo estado de cosas en que el conocimiento táctico del fútbol, sin dejar de ser cierto, deja de regir. No se trata, por supuesto, de una mística cristiana o religiosa, sino de una mística, como se ve, dionisiaca, una mística del entusiasmo, la acción, el empuje y la voluntad de poder; pero de una mística al fin y al cabo que, como toda mística, es inefable e inaccesible en último término al análisis. Por eso, en realidad, las mejores explicaciones de las remontadas del Real Madrid son las metafóricas, las que propiamente menos explican pero más dejan entender: hablar de un “interruptor” que se enciende al marcar el primer gol sugiere muy bien el cambio radical de coordenadas espirituales e intelectuales que se da en ese momento; la “centrifugadora” del Bernabéu expresa admirablemente, ya que no con belleza, la suspensión de las reglas de análisis vigentes hasta entonces; los vientos de la Historia o el espíritu de Di Stefano son tan inasibles e inaceptables en un análisis racional de las cosas como serios y pertinentes para entenderlas en profundidad.
Pero en todo caso, me doy cuenta de que todo este artículo tropieza con el mismo obstáculo: intenta explicar algo estrictamente inexplicable, inanalizable e incomunicable; algo que pertenece a la parte dionisiaca del deporte y del ser humano y que las palabras apenas alcanzan a reflejar débilmente. La explicación más exacta es la del verso de Lope: “quien lo probó lo sabe”.