La casa eterna, de Yuri Slezkine
La casa eterna
Yuri Slezkine
Traducción de Miguel Temprano García
Editorial Acantilado
Barcelona 2021 1628 páginas
Por Carlos Ortega Pardo
Sin duda uno de los libros del pasado 2021, La casa eterna comparte con el edificio al que se refiere su ilustrativo título una voluntad de totalidad y de permanencia poco comunes de un tiempo a esta parte, aquejados como estamos —también los lectores, incluso los que nos decimos, o queremos, de una exigencia superior a la media— de una inconstancia e inatención rayanas en lo patológico. Casualidad o no, su publicación en España coincide con la reimpresión de Hacia la estación de Finlandia, de Edmund Wilson, también americano —Yuri Slezkine lo es, no se dejen engañar por su nombre, apellido y lugar de nacimiento, Moscú— y con similar anhelo de summa del devenir del socialismo; si bien lastrado por cierto apresuramiento del que está exenta La casa eterna, cuya reposada solidez se manifiesta incluso físicamente en el compacto volumen de 1628 páginas —casi 200 de ellas dedicadas a notas, abreviaturas e índice onomástico— editado por la siempre cuidadosa Acantilado.
La polifonía narrativa —abundan los testimonios de primera mano— y una proliferación de anécdotas jugosísimas —mi favorita: la escasa vocación docente del célebre músico Sérguei Rajmáninov, y ello pese a haberse desempeñado como profesor en un colegio femenino durante años, cierto que con la finalidad última de eludir el servicio militar— aligeran sobremanera una lectura que, a priori, podría antojarse un tanto farragosa. En una maniobra retórica no por reiterada menos provocativa, Slezkine incluye al comunismo soviético entre las incontables expresiones de fe religiosa que vienen acompañando al ser humano desde que éste tomara conciencia de sí mismo, incardinándolo en una retahíla igualmente nutrida de milenarismos apocalípticos, de Zoroastro a Hegel, pasando por el Corán o la Ley de Pradial. Asimismo, pormenoriza los actos de violencia absurda e indiscriminada —en absoluto exclusivos del estalinismo, sino bien presentes ya en el «Terror Rojo» decretado por Sverdlov, hombre fuerte del régimen en los albores de la Revolución— con minuciosidad burocrática y cruel.
En La casa eterna se da una cohabitación paradójica entre la implacabilidad veterotestamentaria que caracterizaba, casi sin excepción, a los integrantes de la «secta» bolchevique y una abundancia equiparable de arrebatadas pasiones «humanas, demasiado humanas». A fin de cuentas, los protagonistas de los hechos de febrero, octubre y la Guerra Civil no habían dejado todavía de ser una colorida pandilla de soñadores con más lecturas de Knut Hamsun que de El capital. Resulta sumamente tentador olvidar las atrocidades perpetradas por aquella cáfila de psicópatas cuando uno asiste al divertido relato de sus amoríos, bigamias y demás desviaciones de una supuesta ascesis revolucionaria a la que, en rigor, se habrían consagrado Marx, Lenin y pare usted de contar. Ejemplo de lo cual —de entre las docenas que Slezkine nos detalla— es el de Larisa Reisner: «Marianne» de la Revolución rusa, autora decadente primero y «bolchevique vestida de cuero» después, esposa de un miembro del estado mayor de Trotski, musa de Mandelstam y de Pasternak —quien bautizó a la heroína de la celebérrima Doctor Zhivago en su honor— y amante de Gumilov y del inenarrable Karl Radek. Todo ello sin haber cumplido los treinta, edad a la que el tifus se la llevó por delante.
La prolijidad con que, para deleite del lector, se ocupa Slezkine de la mocedad de la Revolución —y la de sus artífices— hace que las primeras líneas acerca de la Casa del Comité Ejecutivo Central y del Consejo de Comisarios del Pueblo, en principio objeto principal del libro, se demoren casi quinientas páginas. Similar detenimiento manifiesto en la descripción de la planificación y desarrollo de las obras, cosa que ralentiza un tanto el ritmo de un texto que hasta entonces se leía con la fluidez de una novela, valga el sobado símil. No obstante, cabría tener dicho espesamiento por metáfora de la propia fosilización del proceso con el advenimiento de Stalin, la consolidación de la URSS y la construcción del «socialismo en un solo país» vía planes quinquenales. Precisamente, la inauguración del ciclópeo edificio coincidiría con la puesta en marcha del primero de dichos planes. Tras un capítulo dedicado a desgranarnos la nómina de sus inquilinos originales, Slezkine se entrega a la narración —casi, insisto, contabilidad— de las atrocidades cometidas en nombre de la «colectivización» en una serie de pasajes que remiten a la tremebunda Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn. Nada queda ya del tono festivo con el que arranca el libro: los jóvenes poetas (armados) de antaño son los genocidas despiadados de hogaño.
La casa eterna redunda en una conclusión habitualmente extraída de los procesos revolucionarios del siglo XX y ya anticipada por Robert Michels en su «ley de hierro de la oligarquía»: que éstos, al final, no condujeron sino a la sustitución de una élite por otra. Así, a la conclusión —Holodomor mediante— del primer Plan Quinquenal, los arrendatarios del paquidérmico edificio habían abrazado, en su mayoría, una serie de usos y costumbres bastante similares —por no decir idénticos— a los de las otrora aborrecidas aristocracia y burguesía. A saber: fiestas galantes, ropa de diseño, viajes de placer —a París, al balneario o a la dacha—, institutrices alemanas, lecciones de piano, gastronomía fina y hasta el árbol de Navidad —eso sí, rebautizado como de Año Nuevo—, entre muchos otros.
El asesinato de Kírov y la «Gran Purga», a la que se consagra la tercera parte, pondrán fin a tales veleidades. Slezkine arranca este tramo final de la obra estableciendo una comparación ciertamente arriesgada, por cuanto más de un lector poco perspicaz y, por ende, muy predispuesto a ofenderse podría entenderlo como una relativización de la gravedad de unos hechos sencillamente monstruosos. Así, en su reflexión en torno a la figura del chivo expiatorio, consustancial a todo milenarismo que se precie, dedica abundantes líneas a la delirante conspiración satánico-pedófila que llenó las portadas y los tribunales americanos durante la década de los ochenta y catapultó a la fanática Janet Reno a la fiscalía general en 1993. Como curiosidad, nuestro Alejandro Amenábar dedicó a tamaño desvarío la que, por otra parte, quizá sea su cinta menos lograda, Regresión (Regression, 2015). Insisto en que el paralelismo seguramente levante ampollas; pero, a mi juicio, le sirve al autor para fundamentar un cierto «eterno retorno» en la historia y que la Revolución —burguesa, comunista o anabaptista, tanto da— siempre acaba devorando a sus hijos. O, en palabras de Slezkine: «Las revoluciones no devoran a sus hijos; las revoluciones, como todos los experimentos milenaristas, son devoradas por los hijos de los revolucionarios». Una lección que el ser humano no parece acabar de aprender.