El deporte en La señora Dalloway, de Virginia Woolf
Desde que miro con ojos atentos, no deja de sorprenderme la abundancia de menciones al deporte en la literatura, y no solo (aunque sí principalmente) contemporánea. En las obras más inesperadas llevo ya más de un año encontrando referencias, menciones, descripciones e incluso reflexiones de distinto tono y enfoque sobre actividades deportivas. ¿Quién imaginaría, por ejemplo, encontrar nada menos que trece pasajes con presencia del deporte o directamente dedicados a él en las poco más de trescientas páginas de la delicadísima e intimista Señora Dalloway de Virginia Woolf? Pero a fin de cuentas esta es una novela vanguardista, publicada en 1925 y perteneciente de pleno, por tanto, a los años felices y literariamente tormentosos que Rafael Reig rotula irónicamente como “la edad del velocípedo”, que aparece en efecto también en la obra. El deporte moderno vive ahora su gran eclosión y se hace cada vez más presente en la sociedad, y los grandes escritores, en la medida en que se nutren de ella para la creación de sus obras, se interesan por este aspecto novedoso de la vida urbana. Así lo hace, en este caso, Virginia Woolf al repasar la vida de Clarissa Dalloway y retratar, de paso, la rutina y los intereses de la alta sociedad londinense, para la que los deportes, leyendo la novela, parecen asociarse a dos o tres aspectos fundamentales.
El primero de ellos es, diría, la salud, la pujanza física, la juventud, como posiblemente corresponda al ambiente científico y cultural de finales del siglo XIX y principios del XX, que no solo entiende el deporte como un divertimento o un espectáculo sino, muy modernamente, como un elemento de educación del individuo y de salud física y psicológica (es la época de nacimiento de la educación física). Así, por ejemplo, una pareja de jóvenes tenistas, si bien no muy sociable, es extremadamente saludable y por tanto, en cierto sentido, bella y poderosa: “Daban sensación de limpieza, de salud: ella, con el suave tono de melocotón que le daban maquillaje y pintura y él, en cambio, frotado y aclarado, con ojos de pájaro, de manera que ninguna bola podía pasarlo, ni golpe alguno sorprenderlo. Sabía dar a la bola y saltar con la mayor exactitud en el momento preciso”. Más aún, estos dos jóvenes no necesitan ser sociables (“¿por qué tendrían que [ser]lo?”) porque con su salud, su juventud y su belleza, están en la flor de la vida y, enamorados (y deportivos), se bastan y se sobran el uno al otro: “Gritar, abrazarse, bailar, estar levantados al amanecer […]; y luego, estremecidos y atropellados, tirarse de cabeza al agua y nadar”; y ser, podría añadirse en una interpretación simbólica, libres en el mar fuera del control social. Por el contrario, enfermedad y deporte aparecen claramente disociados y socialmente incompatibles: el hijo de lady Bradshaw, para gran disgusto de su padre, ha sido rechazado en el equipo de críquet de Eton por sufrir paperas, lo que, como es sabido, es un revés en el acomodo social de un joven de clase alta británica.
No es de extrañar, por tanto, que la práctica del deporte sea recomendada por médicos y facilite relaciones sociales o incluso de amistad. Así ocurre, en particular, con el fútbol, con el que el frágil Septimus Smith (tan frágil que se terminará suicidando) “se hizo más hombre”. El fútbol suele asociarse en la cultura británica con la camaradería masculina, como puede verse en nuestros días en una manifestación tan distinta de La señora Dalloway como la película Buscando a Eric, de Ken Loach, y Virginia Woolf parece jugar con estos presupuestos de forma algo ambigua. En la Primera Guerra Mundial Septimus experimenta por la tensión de la guerra la mejora que hubiera debido provocarle el fútbol. La asociación aparece explícita en la novela y ya carga el fútbol de una visión algo negativa que, en efecto, deriva apenas unas líneas después en un estado de letargo o de indiferencia emocional en el que la muerte de su amigo el oficial Evans le hace incluso “felicit[arse] de no sentir casi nada, y lo poco que sentía sentirlo de manera muy razonable. La guerra [¿el fútbol?] le había enseñado”. Por otra parte, antes de su muerte el oficial Evans había sido para él quizás más que un amigo: “Era como dos perros que juegan en la alfombra delante de la chimenea; uno se pelea con un rebujo de papel, gruñe, lo intenta morder y, de cuando en cuando, da un manotazo a la oreja del perro de más edad; el otro, tumbado y somnoliento, contempla el fuego parpadeando, alza una pata, se vuelve y gruñe amistosamente. Tenían que estar juntos, compartirlo todo, luchar y pelearse entre sí”. Curiosa amistad entre hombres, tan fraternal como física, y tan triste, tan inerte desde el punto de vista emocional. De hecho, la imagen de un hombre ejercitándose se asocia en otro lugar a la falta de delicadeza y empatía: “Las campanadas del Big Ben al dar la media resonaron entre ellos con extraordinaria fuerza, como si un hombre joven, fuerte, indiferente, desconsiderado, estuviese haciendo ejercicios con unas pesas”.
Así es que el deporte puede ser para Virginia Woolf demasiado masculino, negativamente masculino. Pero puede asociarse también, por otro lado, a la liberación de la mujer. La bicicleta, por ejemplo, funciona como símbolo de libertad en tanto que permite moverse rápido y, literalmente, escapar, y por lo mismo escandaliza a la sociedad victoriana o posvictoriana en manos de una mujer. No es de extrañar, pues, que Sally, la temeraria y libre mejor amiga de Clarissa Dalloway, con quien en una sociedad más libre hubiera llegado sin duda a algo más, como testimonia el beso que se dieron de jóvenes y que la protagonista recuerda como el momento cumbre de su vida, haga con espíritu desafiante “las cosas más absurdas: salir desnuda de la ducha, fumar puros (actividad prototípicamente masculina y de obvio simbolismo fálico) y “monta[r] en bicicleta por el pretil de la terraza. Absurda”, concluye la señora Dalloway, “una criatura completamente absurda” pero al tiempo de un “atractivo […] irresistible”. Cabe señalar que esta visión, por así decir, progresista del ciclismo o, más concretamente, de la bicicleta es bastante común en la época. H. G. Wells, más o menos por los mismos años, dice recuperar la fe en el futuro de la humanidad cada vez que ve a un adulto en bicicleta, y, también con una cierta perspectiva de género, Giorgio Bassani asocia en El jardín de los Finzi-Contini, ambientada igualmente en los años de entreguerras, el velocípedo con la libertad sexual femenina al recordar “las carreteras del campo emiliano recorridas por muchachas en bicicleta con brazos y piernas desnudos”.
Por último, el deporte, como todo en el asfixiante Londres victoriano, tiene, como ya se ha podido intuir, un valor social y sirve en cierto modo para aglutinar y controlar a los miembros de la clase dominante al organizar, por ejemplo, su tiempo libre o algunas formas de relación social: “le gustaba la compañía de los coroneles, le gustaban el golf y el bridge y, por encima de todo, el trato con mujeres”; “todas las actividades de sir Harry, sus salidas a cenar, su presencia en las carreras de caballos”; “se tomaba un día de asueto con su esposa y jugaba al golf”. En este sentido, el deporte es tan asfixiante como la sociedad en que se inscribe hasta el punto de obsesionar a los personajes cuando su vida está demasiado vacía de otros intereses: para Peter Walsh “el críquet no era solo un juego. El críquet era importante. No podía desinteresarse” (la cursiva es mía). Para él, el críquet parece una estructura rutinaria desesperada con la que dar consistencia a una vida esencialmente vacía y carente de sentido. “Repetir las acciones millones de veces”, piensa mientras se informa de los resultados en el periódico vespertino, “las enriquecía”: pura repetición cuasicompulsiva, si se quiere mirar con maldad. Por ello, el deporte, y en especial aquellos que más ligados están a la alta sociedad londinense, tienen algo de ridículo que entronca con la línea de sátira vanguardista del deporte que ya comentamos en el Ulises de James Joyce. Por poner un solo ejemplo, un chico vuelve por la calle de jugar al críquet de esta curiosa manera: “arrastraba los pies, giraba sobre sí mismo y volvía a arrastrar los pies, como si imitara al payaso de un espectáculo de variedades”.
Y teniendo esto en cuenta quizás podemos entender los términos con una mujer tan sensible como Clarissa Dalloway, enjuiciando a sus cincuenta años el conjunto de su vida, lamenta la elección que tomó en la encrucijada del matrimonio: “¿cómo, años atrás, podía haber hecho Clarissa una cosa así? ¿Casarse con Richard Dalloway, un deportista, un hombre a quien solo interesaban los perros?”. El deporte como índice de una vida vacía, aburrida, insustancial y, en una palabra, nefasta.