Ajedrez y literatura (III). Luis Landero y el ajedrez insustancial
En los dos sonetos de Borges con los que comenzamos esta serie de artículos (y que parece que todos los textos literarios sobre el ajedrez no hicieran más que glosar) vimos un tratamiento, si se quiere, trascendente del ajedrez, que funcionaba como imagen del universo y correlato simbólico de su esencia eterna, de su ordenación última, aunque esta fuera, quizás, dramática y destructiva. En este aspecto, los poemas de Borges pertenecen a la literatura existencial, si tomamos este término sin demasiado afán de precisión y sin pretender extenderlo a toda su obra, porque se preguntan por el sentido de la vida y este resulta trágico: las piezas, como el jugador, se mueven ciegamente en una oscura ilusión de autonomía sin saber la realidad última: que sus evoluciones, gobernadas por una instancia superior e inaccesible, no son sino el cumplimiento de una única realidad trascendente, el rito consistente en guerrear y morir para cumplir con el ciclo de la vida. En palabras de Gil de Biedma: “envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”.
Bien, es horroroso, pero al menos es un argumento, un orden, un sentido, por trágico que sea, de la trama de la vida. Típico existencialismo siglo XX, sin afán, insisto, de exactitud. Pero el mismo tema y la misma analogía entre el ajedrez y el universo o el ajedrez y la vida se prestan a diferentes tratamientos. Examinemos el caso de Juegos de la edad tardía, preciosa y melancólica novela de Luis Landero, donde creo encontrar un desarrollo distinto de la misma idea.
Digamos para situarnos que la novela narra la aventura quijotesca de Gregorio Olías, un gris oficinista que ha renunciado a sus veleidades literarias de juventud por la seguridad opresiva de una convencional vida burguesa (trabajo fijo y repetitivo, mujer y suegra, entretenimientos tranquilos y honestos…) hasta que un día, por una serie de circunstancias, recupera sus sueños artísticos volcándose en su álter ego ficticio, el gran poeta, rebelde y aventurero Augusto Faroni, que significará desde ese momento para él, como don Quijote para Alonso Quijano, la realización de su ideal de vida abandonado, el desarrollo de su proyecto vital, en términos de Ortega y Gasset, que dota de sentido a su existencia. Con esto en mente, no hace falta conocer el desarrollo y la conclusión del argumento para comprender que la obra tiene, al menos en parte, un contenido existencial.
Pues bien, a la luz de este tema pueden interpretarse quizás cuatro breves referencias al ajedrez que aparecen descuidadamente en la novela y, en verdad, no creo que afecten demasiado a su sentido global, pero que para nosotros son interesantes. Las dos primeras pertenecen a sus recuerdos de infancia y están en relación con su padre, que le solía gastar una pequeña y única broma invitándole a jugar al ajedrez: “Me decía: «Muchacho, ¿quieres jugar al ajedrez?». En casa no había ajedrez y ninguno de los dos sabíamos jugar. Yo contestaba: «No, que es tarde». «Pues otra vez será», decía él”, y esa era toda la conversación. Esta broma, según testimonio del propio Gregorio Olías, tuvo un día una curiosa variación para probar la teoría paterna de que “un nombre es suficiente para hacerse llamar” y los apellidos, por ejemplo, no tienen ninguna importancia: “Y me acuerdo que, para probar la razón, un día se fue al otro extremo de la casa y gritó: «¡Juan Antonio González Álvarez López Martínez de Churruca y Mendoza!, ¿quieres jugar al ajedrez?»”.
Yo diría, en efecto, que esta broma no solo no tiene demasiada gracia, sino tampoco ningún sentido, pero me parece que la cosa va precisamente por ahí. Por ejemplo, la tercera mención al ajedrez aparece en la descripción de una sala de aspecto desastrado: “El resto eran dos lámparas con palitos de vidrio, bajo el techo de vigas blanqueadas, y algunas mesas dispersas, aquí y allá, como fichas sobrevivientes a una partida de ajedrez, con manteles de cuadros y, en el centro de cada una, un jarroncillo funeral con rosas reglamentarias de plástico”. Es lo contrario del aspecto majestuoso del tablero que sugieren o celebran los poemas de Borges, lo exactamente opuesto al “rigor adamantino” irradiado por las piezas mágico-matemáticas, casi se diría pitagóricas, del metafísico. Es, más bien, el ajedrez como término de comparación del caos más acabado: después de la partida, no hay un ciclo cerrado ni un rito cumplido que den sentido a la batalla a muerte entre los dos ejércitos; hay, por el contrario, una dispersión aleatoria completada con los accesorios más intrascendentes (“palitos de vidrio”, “manteles de cuadros”) y cutres (“rosas […] de plástico”). El orden trágico borgiano ha desaparecido por completo y ha sido sustituido por el sinsentido en su significado más estricto: igual da, por así decir, que haya esos elementos o que haya cualesquiera otros; esas mesas-piezas no tienen ningún significado ni responden a ningún propósito. Están allí, abandonadas después de la partida, igual que podían estar antes perfectamente ordenadas o que podían no estar en absoluto. Su presencia no es trágica (no es existencial); es, sencillamente, fortuita. Típico posmoderno, podríamos decir, de nuevo sin excesivo afán de precisión: ya no hay un “sentimiento trágico de la vida”, sino un sentimiento insustancial de la vida.
Creo que la cuarta y última aparición del ajedrez lo ilustra especialmente bien porque es casi el negativo de los sonetos de Borges. Hacia el final de la novela, Gregorio conoce a un retirado vecino suyo, don Isaías, que, como un dios ausente, ha estado siguiendo desde las alturas de su azotea sus pasos desde que llegara con ocho años a la ciudad, observando, ya que no dominando, sus evoluciones con la misma perspectiva, diríamos, con que un jugador de ajedrez mira el tablero. Pero ocurre que el hombre, como hace Borges en sus sonetos, es un animal que tiene la capacidad de mirar más allá (más alto) del tablero en que juega su vida. Así lo hace también don Isaías, que reformula en una bella cosmología la mise en abîme borgiana: “Hace mucho tiempo […] creí descubrir treinta y dos estrellas que se movían conforme a las reglas del ajedrez [el ajedrez tiene treinta y dos piezas en total]. Y creí que algún sabio antiguo había descubierto ese juego observando, como yo, las evoluciones celestes. Creí entonces que la historia del universo era solo una partida de ajedrez jugada por dioses, y que el día en que uno diese al otro jaque mate se acabaría el mundo”. Hasta ahí el ajedrez existencial, por así decir; pero don Isaías ha perdido ya la confianza en que haya una causa última del universo y es ya, si se quiere, un ajedrecista posmoderno: “Pero de esto hace ya muchos años. Yo entonces era joven. En fin, es tarde y empieza a hacer frío”.
Así es, en conclusión, que en la novela de Luis Landero se ha perdido el significado del juego que Borges había captado como algo trágico en sus poemas del mismo modo, si no es llevar muy lejos la analogía, que la posmodernidad ha perdido, al menos en parte, el sentido de la vida, aunque este fuera trágico (no digo que esta interpretación pueda extenderse a la lectura global de la novela). En mi opinión, el panorama es desolador si consideramos que el hombre, como diría Victor Frankl, es un animal en busca de sentido que antes prefiere considerar la idea terrible de que los sinsabores y sufrimientos íntimos de la existencia son el propósito mismo de la vida que asumir que es igual reír o llorar, vivir o morir, el ser o la nada. Quizás por eso nos fascina aún la aventura de don Quijote, como la de Faroni: porque recuperan el sentido creativo, trascendente, significativo y, en el más noble sentido de la palabra, infantil del juego.