Boris Pasternak en Tiflis
Por Antonio Costa Gómez.
Un día, en Tiflis, tú descubriste el Museo de los Escritores. Entramos y nadie sabía inglés. Llamaron a una chica que se llamaba Nino, le pregunté por Pushkin, por Pasternak, por Knut Hamsun. Nos explicó dónde estaba el hotel London en el cual se había alojado Knut Hamsun, un escritor que en Pan tiene intuiciones similares a las del niño protagonista en El doctor Zhivago. En la puerta había una placa en georgiano y en inglés.
Pero, otro día, fuimos a ver la casa de Paolo Iashvilli, el líder del Cuerno Azul, donde había invitado a Pasternak. Estaba muy cerca de nuestro albergue, detrás de la avenida Rustavelli, en el barrio que trepaba por la falda de la Montaña Sagrada. Estaba lloviendo y no teníamos paraguas, la calle era adoquinada y los edificios elegantes se ponían borrosos. Encontramos una placa en georgiano y en ruso, allí había vivido Pasternak. Allí escapó de los agobios del estalinismo.
Pasternak se fue allí cuando se asqueó de aquella peste soviética, de los himnos en alabanza del Gran Gorila. Cuando decidió que era mejor traducir a los clásicos extranjeros. Pero llevaba en su cabeza Mi hermana la vida, donde dice que hay que sentir la vida sin trampas como Chopin, donde dice que su corazón por todas las puertas se difunde sobre la noche.
Tal vez llevaba ya en la cabeza los poemas Los trenes matutinos cuando encontró el encanto de los vagones vivos de cercanías que llegaban a Moscú de madrugada en la Segunda Guerra Mundial. Llevaba en su interior un cuerno azul que deslumbraba al Seminarista de Hormigón Armado, y por eso éste no se atrevió a tocarlo. Y yo estaba ante aquella puerta celebrando la niñez azul de su Luvers contra la Apisonadora escolástica que aplastaba todo, como ahora nos aplasta el Gran Tecnócrata Programado.