Cortázar, a propósito de la libertad de lo fantástico
LAURA CANO.
Julio Cortázar llegó al mundo el 26 de agosto de 1914, en Bruselas, bajo los aviones alemanes que surcaban el cielo nocturno. Quizá solo este nacimiento, casi mítico, y una extraordinaria introversión infantil son capaces de producir un genio literario tan rico en términos de originalidad y ruptura.
Dice Sartre en algún lugar de su libro ¿Qué es la literatura? que la pluma del escritor tiene que estar comprometida con su tiempo. El autor debe tomar consciencia de su entorno y posicionarse a favor o en contra de las acciones inmorales que lo rodean. Como cabría esperar, a lo largo del pasado siglo, las distintas ideologías orientaron esta tesis hacia sus propios compromisos. Algunas de estas interpretaciones derivaron en auténticas perversiones de la idea original —véase, por ejemplo, la imposición del realismo socialista en los regímenes de la esfera soviética—. Sin embargo, en el caso de Cortázar, esta proyección de la literatura como cuestión moral toma una forma especial.
La creación de mundos reconocibles es la clave para entender la articulación narrativa de los cuentos de Cortázar. Mientras otros autores como Borges alejan sus textos y optan por un marco espaciotemporal enigmático y distante, él empuja las historias hasta el plano de lo familiar. El lector lee, y mientras avanza por las líneas, se reconoce. ¿Quién no ha ido nunca a un concierto? ¿No le ha costado nunca encontrar la manga de un pulóver (como lo llaman allá)? ¿Acaso nunca ha pasado la noche en un hospital por nada particularmente grave? Difuminar la identidad de los personajes y condenarlos a las mismas actividades cotidianas que todos nosotros realizamos permite al lector identificarse con ellos y con su realidad.
Llegado a este punto uno podría preguntarse, de un modo completamente legítimo, por qué debería leer entonces a Cortázar. En la literatura suele buscarse aquello que es anhelado en la vida real, no un reflejo del mundo tedioso que se pretende evitar. Sin embargo, el objetivo Cortázar no es la mímesis, no pretende reproducir un determinado contexto histórico-social al modo del realismo decimonónico. Cortázar crea mundos cotidianos para provocar el reconocimiento del lector, y posteriormente, destruir dicha realidad. En un determinado punto del relato, aparece un hecho sorprendente e imposible, que pese a ir en contra de toda ley física, sucede. Imaginen coger un libro y sostenerlo en
el aire. Si lo sueltan, la gravedad lo hará caer. Pero ¿y si no es así? ¿Y si lo sueltan y se mantiene justo donde está? Esa duda que surge un instante antes de soltar el libro es el germen del terror neofantástico que Cortázar utiliza en sus relatos. Bajo el mundo lógico y reconocible que muestra en un primer plano, existe también una dimensión oculta que encierra la verdadera naturaleza de los personajes. Cuando un elemento del plano subyacente invade el mundo visible, destruye la realidad reconocible del cuento, y consiguientemente, la del lector. De este modo, vemos que la esencia del compromiso de Cortázar reside en lo vital. Su literatura se construye en torno a la descomposición de lo preconcebido, de lo cotidiano: con cada cuento y cada novela, Cortázar arremete contra el constructo de una realidad heredada e inconsciente.
Podemos encontrar un ejemplo esclarecedor de esta proceso en No se culpe a nadie, un relato corto publicado en Final del Juego (1956). La lúcida descripción que abre el texto delinea la esencia del protagonista. Un tipo gris, con traje y oficina del mismo color, capaz de silbar un tango sin ganas, y que dedica sus tardes a elegir regalos de compromiso. En definitiva, un personaje inerte, vital e intelectualmente, y sumido en la repetición ad infinitum de una misma secuencia rutinaria. Y es de este modo como, de tanto ponerse y sacarse pulóveres sin pensar siquiera en ello, un día, el hombre es incapaz de salir del jersey. Se queda allí, atascado, ahogándose a cada segundo con la lana y aterrorizado al ver que su propia mano, aquella que debería ayudarlo a salir, se ha transformado en una garra que intenta matarlo.
En ejemplos como este puede observare que la violación deliberada de lo racional y lo intuitivo no es un capricho literario. Todo lo contrario: es un aviso. Una advertencia a aquel lector que se ha visto identificado con sus personajes, un intento de llevar al espectador a una catarsis que le permita ser consciente de su propia vida, porque solo habiendo consciencia puede haber libertad.
Desde esta perspectiva, Cortázar cuestiona, uno tras otro, los elementos medulares de nuestra sociedad occidental: las tradiciones, el azar, la causalidad, la individualidad, el tiempo cronológico… Todo es susceptible de ser reinventado a través de la literatura con el objetivo de ejercer la libertad y la conciencia propia. Incluso la lengua puede reformularse. Vaya y lea el capítulo 68 de Rayuela. Solo ocupa una cara y está escrito al completo con palabras que no existen. Aun así, cuando lo termine, sabrá con claridad qué es lo que ha sucedido. En fragmentos como ese se observa que Cortázar no se limitó a seguir el método rupturista de las vanguardias, que “solo” desarmaron el canon literario
tradicional, sino que reformuló la semántica y la construcción del mundo, ofreciendo una perspectiva completamente nueva.
En 1963, año de publicación de Rayuela, el autor rozaba ya los cincuenta años. Esta novela, que él consideraba una obra hecha para su generación, supuso un revulsivo para los jóvenes del momento. Tal vez la explicación a este hecho hay que buscarla en la propia naturaleza de la obra, que rompe por completo con el objeto mismo del libro. Sin embargo, más allá del juego literario y lo divertido de no leer una novela a la manera tradicional, el tablero de dirección de Rayuela pone sobre la mesa una sencilla decisión que encierra una dramática alegoría de la vida. Al iniciar el libro, el lector tiene dos alternativas principales. Leer en la forma corriente, avanzar hasta el capítulo 56, y después, «prescindir sin remordimientos de lo que sigue», aun cuando quedan doscientas páginas para terminar el libro. La otra opción es seguir el orden propuesto por el autor, extraño, sin lógica, pero que le hará pasar por todos y cada uno de los capítulos. Después de esto no cabe duda sobre cuál es el compromiso por el que lucha Cortázar: hacer que sus lectores elijan cómo leer, para que, de manera inevitable, empiecen a elegir cómo vivir.
Perfecta sintaxis de la obra de Cortázar