“Muchedumbre”, de Rocío Hernández Triano
Una mirada al mundo que somos.
Por Elena Marqués.
En un libro titulado Muchedumbre esperamos, de alguna forma, vernos todos descritos, retratados (ya lo decía Margarit: «El poema es un espejo cuyo reflejo nos consuela»); reconocernos en una amalgama de ruidos e intereses particulares y a la vez comunes, pues todos los hombres, descuerados, nos parecemos demasiado por dentro.
En este Muchedumbre (Lastura) de Rocío Hernández Triano, poeta acostumbrada a Pisar el cieno (Algaida, 2016), a escribir sobre Los seres quebradizos (Torremozas, 2013), encontramos un cúmulo de manos y de voces separados en dos bloques de referencias espaciales, «Periferia» y «Centro», en los que, poco a poco, se va adentrando, desde los aledaños del cuerpo (los «Hermanastros» que le atañen desde la lejanía-cercanía de la escala social, representados por «el olor a cilantro del jabón de los pobres»; los «Fantasmas» impalpables de quienes ya no están en el mundo, aunque sí en su mundo) hasta su propio corazón: del «Hombre» y el amor, aunque sea contradictorio y frágil, a la «Hija» y finalmente al yo.
En esa primera parada en el itinerario entre la multitud, su voz va tomando distintos acentos y distancias, y ya invoca a un tú («A qué guerra has cerrado a los ojos») o a una primera persona del plural («Nos olisqueamos / nos medimos los éxitos»), fórmulas por las que inevitablemente nos sentimos concernidos, ya emplea la tercera persona, que objetiva al sujeto («No acabó los estudios, / tiene los ojos torpes»), o incluso esquemas impersonales («Por la mañana el barrio parece estar bien hecho», como el mundo lo estaba para Jorge Guillén) con los que expone paisajes urbanos en los que la poeta siempre está presente, y no de una manera pasiva, sino interviniendo con el poder de la palabra.
Porque detrás del versolibrismo que rige los poemas de este libro, de la ausencia, en ocasiones, de puntuación que los ate a las convenciones y a las reglas, Rocío Hernández Triano no puede negar su condición filológica, su vocación de magisterio, su amor por los clásicos, por los mitos (ahí están esas «amazonas obreras, / circes que multiplican cero por infinito»), las fuentes en las que bebe —un homenaje se les rinde en «Beata ego (Donde se habla con los poetas muertos, amorosamente)»—, sus vastos conocimientos del mundo real y ese otro, igualmente real («Benditos los amigos apócrifos de un libro»), de la tradición literaria.
Por ello, ese ritmo endecasílabo que ella misma invoca nos acompaña todo el tiempo, serenando incluso las escenas más tristes. Léanse, por ejemplo, los poemas, I y II, dedicados a Lenuta, prototipo de esas rumanas que todo lo recogen, aprovechan y cargan, como los viejos nómadas, su casa en un carro de supermercado. Por ello, sus metáforas y sus símiles estallan, escogidos, con una contención exquisita, equilibrada, dentro de un poema que se desliza sencillo y profundo como los cauces que trazan los glaciares. Por ello, la belleza surge de lo feo, pues a eso están condenados sus ojos: a mirar con delicadeza y exactitud, a rescatar de los cubos de basura a sus hermanastros, a ponerlos delante de nosotros (es Lenuta «espejo en que me miro»), no solo para que tomemos conciencia de que hay mucha periferia más allá de nuestros dedos, de que bien podíamos ser nosotros quienes aprovecháramos las sobras de los demás, que apenas nos separa un golpe de suerte en el avatar del nacimiento, sino para dotarlos de la dignidad que se merecen, para convertirlos en centros de sí mismos. Por ello, también, el empleo de la antítesis y el contraste a gran escala (léase «Trenzas»); por ello el grito de la ablación de Mukondi, el interés por diseccionar «El centro del dolor» (de ahí sus repeticiones, sus paralelismos, sus anáforas, porfiados como un martillo). Por ello la terminología en torno al campo semántico del cuerpo y la familia, que concibe «tu orfandad, la mía, como primas hermanas». Por ello la ternura animal, por ello la muerte.
En efecto, es la muerte la que circula por la sección «Fantasmas». Una muerte demasiado real, nada idealizada, algo pedestre. La muerte de los velatorios y la incineración, desmenuzada como los huesos en la fosa, desglosada en largas y significativas enumeraciones. La muerte de los amigos concretos, con nombres y dolencias. La muerte hecha pregunta («¿Cuándo hemos empezado a morirnos, amigos»; «Quién molerá la encina / hasta hacerla picón, / carne de fuego»), como en las elegías clásicas, con olor y sentido manriqueños. La muerte que azota a los padres y mató a Dios mucho antes de que Nietzsche lo diera por muerto.
Y, después de ese bloque, se abre el centro del yo y aparece con más fuerza la primera persona en la voz poética; la referencia al amor humano a lo largo de «Hombre»; la culpa de la frialdad en el último poema, «Monstruo»; la llegada de la maternidad, vivida en plenitud, que hermana de nuevo a todos los que navegan en la misma sangre (ese «gemela mía» del poema «Letanía» ¿no remite al verso «Poseo un cuerpo gemelo de tu cuerpo» de «Determinismo?) con los seres que pueblan la primera sección («Legiones de hermanastros, caníbales, fantasmas / pueblan la periferia»), que retrotrae a la poeta a su propia niñez («Primera comunión II»), que recorre juegos y zoológicos para negar la marea, para oponerse a la muerte en el último de los poemas: «Neumonía».
Y, en efecto, llegamos a la parte final del libro, con el significativo subtítulo «Ego», con lo que arribamos al territorio más íntimo de la voz que nos ha acompañado en todo el viaje desde la periferia al centro, a las horas primeras de la infancia, al silencio primordial, a su poética y su «Contrapoética» en contra del yo y la sentimentalidad, a favor de buscar «el pulmón de cada cosa», de conseguir la construcción de «un poema / que corrija la falta de ternura del mundo».
Porque, si algo tiene la voz poética de Rocío Hernández Triano, es eso, ternura, o más bien delicadeza, una gracia sutil que nace de un venero claro y lleno de sabiduría, de un profundo conocimiento del mundo y sus representaciones, de un trascendente amor por el hombre y la palabra, que con ella cobra un brillo y una intensidad, una importancia, que otros pseudopoetas jamás alcanzarán.
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