“Ritual del laberinto”, de Julio Mas Alcaraz
Por Jorge de Arco.
La duda llevada hasta su radicalidad aboca, en muchas ocasiones, al escepticismo. Mas una vez que la verdad absoluta se hace luz entre las sombras, el ser humano parece quedar inmune al dilema de la incertidumbre. Aquel, “Pienso, luego existo” de Descartes, proporcionó al pensador galo una base sólida de primera certeza para armar su modelo indubitable de existencia.
Es sabido que en el proceso creador no es sencillo hallar las coordenadas que dictaminen con seguridad un modelo de realidad válida, sobresaliente, ajeno a cualquier punto de desconfianza o perplejidad. Pero hay proyectos, sin embargo, configurados desde una idea potencial que, lentamente, se convierten en verdad actante, lúcida, capaz entonces de vertebrar un contenido donde alma y cuerpo, pensamiento y extensión sean unívocos.
Tal es el caso de este Ritual del laberinto (Bartleby Editores), de Julio Mas Alcaraz (1970). Se trata del tercer libro de este traductor, cineasta y poeta, quien en 2005 alumbrara su primer libro, Cría del ser humano. En 2012, vio la luz El niño que bebió agua de brújula. Entonces, saludé aquel sorprendente poemario con la convicción de que era una apuesta personalísima y desobediente, un desafío en busca de lo inorgánico y lo eterno, un dulce juego cuyo discurso marcaba una fina línea de plata por donde cruzaban plurales objetos, inquietantes paisajes, incandescentes protagonistas…, materia exacta, al cabo, para un yo lírico que se mantenía alerta y vigilante: “En la mente detenida no existe un lugar del que no forme parte y sea: las cumbres, las piedras, la arena. También soy las orillas. Soy todas esas cosas y todas ellas son yo”.
Ahora, el escritor madrileño afila aún más su decir y propone un emotivo y solidario diálogo entre Lorea y Lucía; o lo que es lo mismo, entre nieta y abuela. La primera, lo hace desde un tiempo presente en el que visita los escenarios de guerra y desolación que fueron también de exilio y desamparo. La segunda, recrea aquel drama, aún vigente en su corazón y su acordanza. Entre el ayer y el presente, entre lo pasado y lo contemporáneo fluctúan, pues, estas dos voces que se completan y se complementan mediante un sabio pulso lírico y narrativo, en el cual Julio Mas Alcaraz se detiene para implicarse y mejor comprender la dicotomía de ambas ópticas. Y así, “Lorea en casa de Lucía”, afirma:
Desando.
Me espera aquello que fuiste.
El canto del grillo prosigue.
Es peligroso quedarse dormida
mientras se escucha un sonido que lleva
al pasado porque el pasado es la oscuridad
en la que se puede observar.
En tanto, “Lucía en el pueblo”, confiesa:
Siento un deseo convertido en odio.
Mi rencor es
hacia todas la cosas de los hombres;
inútil, como el todos los derrotados;
como una tormenta de nieve
en una esfera de cristal;
o a la luz del atardecer
al caer sobre las fosas comunes.
Al margen de toda experiencia sensible, queda también la evidencia de un conocimiento real, construido deductivamente. En las dos protagonistas subyace un ímpetu común a la hora de reinterpretar y reescribir los errores a los que se ve sometida la humanidad. Se trata, al cabo, de no aceptar como creíbles hipótesis o explicaciones que resulten vacuas, desnaturalizadas. La necesidad de aceptar la gracia y la maldad incita, sin duda, a mantener un complejo equilibrio que establezca un comportamiento antropológicamente moderno. Las voces de Lorea y Lucía son, a su vez, los ecos de épocas muy distintas que, no obstante, mantienen un nexo común: alcanzar, a través de lo materia concreta y ya vivida, un perfeccionamiento de las exigencias que comporta la naturaleza de nuestro ser. Tal vez, por ello, “Lorea en el bosque”, anote:
Pienso en vosotras y en vuestro dolor.
Pienso en cuando los árboles dejaron de crecer.
Todo recuerdo puede volverse una revelación,
como el salmón que retorna a su río natal
y lo siente a la vez familiar y asombroso.
Y, no en vano, “Lucía retorna al pueblo” para ser partícipe de su sólito convencimiento: “No voy a bajar mi cabeza ni voy a aceptar que la vida sea la respuesta a la pregunta del verdugo”.
En su revelador epílogo, Jordi Doce repara lúcidamente en las dos secciones complementarias que cierran el volumen: “Coda de Lorea” y “Coda de Lucía”, y en las cuales “se postula una suerte de reconciliación o síntesis resignada. Estos ocho poemas no son un (falso) final feliz, ni mucho menos, pero sí tratan de recoger los restos de un naufragio del tiempo, el paisaje después de la batalla, y construir con ellos una red de seguridad, un cobijo verosímil”.
En suma, un libro que cartografía la existencia, el hechizo del diario acontecer, de su pretérito y de su mañana; un libro que preserva de forma límpida un himno de memoria vitalista, el cántico sincero y sin dobleces de un poeta de ley.