Bajo las estrellas de París (2020), de Claus Drexel – Crítica

Por José Luis Muñoz.

La pobreza es un virus que azota a la humanidad desde hace mucho más tiempo que la peste o este maldito Covid19 actual. La pobreza y las desigualdades sociales existen desde que el mundo es mundo y hay minorías a las que les interesan perpetuarla con la explotación de la mayoría, y dentro de esa mayoría explotada están los que sencillamente caen del sistema (pierden el trabajo, la familia y el techo) y entran en la marginalidad. Con la llegada masiva de emigrantes del Tercer al Primer mundo, huyendo de países devastados por las guerras o saqueados sistemáticamente, la situación se ha agravado y los pobres se han multiplicado de forma exponencial, principalmente en determinados países europeos, en Francia en concreto en donde transcurre la película Bajo las estrellas de París.

Sobre este drama terrible, que nos atañe a todos los europeos, el director de origen alemán afincado en Francia Claus Drexel construye una especie de cuento de hadas protagonizado por una vagabunda llamada Christine (Catherine Frot), que malvive en un subterráneo de la Ile de France próximo al Sena y comunicado con el metro (que le proporciona calor a su precario zulo sin agua ni luz), y un niño eritreo de ocho años llamado Suli (Mahamadou Yaffa, de una extraordinaria fotogenia), que se ha perdido y a su madre que va a ser expulsada del país. Entre la vagabunda y el niño, vencidas las reticencias de la primera hacia el segundo (por niño y emigrante clandestino), se establece una cariñosa relación de madre e hijo adoptivo mientras dura la frenética aventura de ambos por las zonas suburbiales de París buscando contrarreloj a la madre del pequeño antes de que sea deportada.

Aunque en el film prime un ternurismo siempre peligroso (hay que recordar la frase de Alfred Hitchcock que aconsejaba no rodar nunca con perros, niños ni con Charles Laughton), Claus Drexel se queda a centímetros de traspasar esa línea que podría convertir la película en un caramelo empalagoso y lacrimógeno. Podría ser Bajo las estrellas de París una denuncia social de la pobreza y la marginación, y lo es en parte desoladores los planos rodados en esos campamentos de emigrantes que proliferan como setas bajo los puentes de la Ciudad de las Luces y contrasta con el glamur de la superficie aunque no incida en profundidad en el drama social que supone que miles de personas malvivan en las calles y se centre en esa relación afectiva entre la vagabunda y el niño. Plantea en algunos momentos el film el conflicto entre los pobres autóctonos y los de nuevo cuño, esos emigrantes llegados de países lejanos a los que miran con desconfianza (también hay clases entre los marginales) y una indisimulada xenofobia incrustada en la sociedad ese empleado de la limpieza (Raphael Thierry) que ayuda a Catherine y deja de hacerlo cuando se entera que cobija en su precario cobijo a un niño negro bien podría ser representativo de la mentalidad del Frente Nacional o VOX. Del niño Suli solo sabemos que su madre va a ser expulsada del país; de la vagabunda Catherine, ser solitario que ni siquiera socializa en los comedores sociales, se intuye un pasado feliz (flashbacks de videos familiares en una playa con un marido y una hija pequeña, e imágenes de un incendio, presente en sus sueños, que sugiere una tragedia que la ha llevado a su estado actual).

Por momentos, en algunas de sus escenas de calle y en ese pequeño hurto en una tienda, el film de Claus Drexel recuerda al Charles Chaplin de El chico, por ejemplo. En Bajo las estrellas de París pesa un aire infantil que le impide abordar desde una perspectiva más acerada una cuestión sangrante; la emotividad de esos dos seres desamparados que comparten miserias durante unos días atempera la denuncia social. Solo esos planos desoladores de las tiendas de campaña y las fogatas en la noche nos devuelven a esa realidad mugrienta encastrada en nuestra sociedad y ante la que giramos la vista para no verla porque la pobreza ajena siempre incomoda e inquieta.

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