Una sátira de la literatura (y el deporte): La cadena trófica, de Rafael Reig
Acabo de terminar la lectura de La cadena trófica de Rafael Reig, segundo tomo de su Manual de literatura para caníbales y divertidísima sátira de la literatura española contemporánea cuya lectura queda, desde ahora mismo, altamente recomendada. Esta novela se presenta como un manual de la literatura en español desde el Romanticismo en forma de narración a cargo de Benito Belinchón, último vástago de una desgraciada estirpe de escritores frustrados que tienen la desgracia, desde su fundador Agustín Belinchón, neoclásico en la década romántica, de llegar siempre tarde a los movimientos literarios. La sucesión de estos es tan veloz que los escritores poco atentos corren siempre el riesgo de llegar tarde una auténtica “carrera de relevos” por equipos, una especie de Vuelta a España literaria en la que los literatos emprenden denodados esfuerzos grupales por superar, desbancar o, sencillamente, devorar a sus predecesores. Y es que, en efecto, si podemos tratar una obra de semejante temática en esta pequeña sección es porque aparecen al menos diez referencias deportivas (y alguna más de pasada o de poca enjundia) con que Reig ilustra, las más de las veces con afán satírico, las evoluciones de nuestros más destacados autores.
Sin ir más lejos, la imagen de la carrera ciclista sirve para mencionar a algunos equipos históricos como el mester de clerecía de Berceo o los humanistas de Erasmo, precursores de la moderna organización empresarial, “cuando el asunto empieza por fin a organizarse en serio, de una forma deliberada, con preparador físico, masajista, patrocinadores, ruedas de aleación” y demás importantes aditamentos. Ningún ejemplo mejor que la generación del 27, liderada por Lorca y dirigida desde el coche por “Ortega und Gasset, formado en Alemania con disciplina teutona” y “el mejor director técnico disponible en aquellos momentos”. Arropando al líder, nos explica didácticamente Benito Belinchón, “gregarios de lujo como Altolaguirre o Villalón”, especialistas en escapadas (Miguel Hernández, Cernuda, Pedro Salinas o Dámaso Alonso, ganadores estos últimos de “una meta volante”), escaladores como Alberti, que llegó a vestir (no sabemos si a ganar) “el maillot a lunares de Rey de la Montaña”, o grandes rodadores como Aleixandre, vencedor en una contrarreloj, o Jorge Guillén, laureado con el “mortecino, opaco galardón” del maillot de la regularidad. En fin, reprimamos la tentación de reproducir el juego con otros grupos poéticos, y mantengámonos en los márgenes de este libro.
Como era de esperar, el mayor número de analogías deportivas aparecen en el capítulo o “tema” dedicado a la vanguardia, movimiento fascinado, como ya hemos dicho en alguna ocasión, por el nacimiento de las modernas competiciones deportivas en la aquí llamada “edad del velocípedo”. Claro que, como en todo, el gusto por el deporte tiene consecuencias diversas según el temperamento de cada quién. Alguien tan irreprimiblemente masculino como Buñuel, por ejemplo, necesita pegarse de vez en cuando, de modo que un momento cualquiera es tan bueno como cualquier otro para improvisar un match de boxeo con el abuelo de Belinchón:
Los dos paisanos se pusieron guantes de boxeo y se dieron de puñetazos en el jardín, vestidos con unos calzones por debajo de la rodilla y zapatos ingleses de piel. Luego se comieron unos huevos fritos con chorizo y dos botellas de vino de Toro. Después de cenar, como era de rigor, Buñuel le propuso que se fueran de putas.
Espíritus menos vulgares, como el egregio Ortega y Gasset, se interesan por actividades más refinadas, como el golf, que prueba un día invitado por unos amigos aristócratas y que le da para escribir un pequeño artículo en el que desarrolla la noción de dharma, una especie de ethos individual cuyo cumplimiento supone la perfección moral, idea coronada con una involuntaria parodia del gusto vanguardista por el deporte: “Pues bien, amigo mío, el dharma de usted es jugar al golf, como el mío es un dharma de escritura y conversación. Cuando le veo […] cimbrear el palo de golf, me parece usted un ser perfecto, que honra y decora el Universo”. “Espeluznante”, comenta Belinchón, y conviene señalar que el fragmento citado es realmente de Ortega, así como el siguiente, que añado yo por mi parte: “Se advierte que en esta latitud, en este universo mágico que es el golf, la operación de empujar con un palo una pelota adquiere un rango supremo, y basta para dar sentido a la existencia”.
Si al lector, como a Belinchón y como a mí, esto le parece una tontería, que se consuele con el ejemplo insigne de Antonio Machado, cuya tácita (como diría Cervantes) y desastrada presencia desasosiega al gran filósofo y padre espiritual de la vanguardia española: “Era un boicoteador, un trasnochado: sus poesías seguían tratando de la vida. Vivía en pensiones, se negaba a hacer deporte y escribía con rima consonante. Un caso perdido”. En todo caso, la edad literaria del velocípedo dura poco y termina abruptamente con el comienzo de la Guerra Civil. Este es el panorama del patio vanguardista una vez terminado el recreo: “algunos chicles pegados a los muros, marcas de tiza, chapas en el suelo, metáforas fulgurantes, un balón de reglamento pinchado, audacias formales, innovaciones métricas y cáscaras de pipas”.
Después el deporte escasea en la literatura española (valga la imprecisión), pero no necesariamente en la novela de Reig, donde aparecen aún tres pequeñas bromas basadas en él. Las cito brevemente porque creo que son suficientemente divertidas para consignarlas. En un caso el narrador se embarca en el carguero Cumbres de Guadarrama, que transporta a Italia diez mil bombas para neumáticos destinadas a la caravana del Giro de Italia según le confiesa el capitán “confidencial y tentador”. La llamada de Italia y del ciclismo conturba jubilosamente el alma de Belinchón, que exclama alborozado: “¡Italia! ¡Eddy Merckx! ¡Amor a Roma! [un escondido palíndromo] Mamma mia! ¡El festival de San Remo! ¡El Sumo Pontífice!”. Huelga comentar el efecto cómico de esta caótica enumeración que mezcla todo lo divino y lo profano.
El ciclismo debe interesar a Rafael Reig porque además de todas las menciones ya citadas hay aún otra referida a los dispositivos técnicos de la novela experimental, que a fuerza de adoptar “el punto de vista de una percha colgada en un armario” o presentar a los personajes “a través de la transcripción de todos los recibos de la luz y el agua” se había terminado por convertir “en un solipsismo exhibicionista, semejante al del niño que monta en bicicleta y se dirige a su madre sin parar: «Mira, mamá, ¡ahora sin manos! Mamá, mírame cómo hago caballito. Mira, mira, ¡ahora voy a derrapar! Mamá, mamá…, sin dientes»”. En el ciclismo, como en la literatura, siempre se está a un paso de hacer el ridículo. O como en la aristocracia: Javier Marías, recién coronado Rey de Redonda (¡¿…?!) y habiendo adoptado el muy mayestático nombre de Xavier I, se apresta a nombrar una élite cortesana “y otros cargos que iban desde Canciller del Sello Real hasta jefe del Servicio Secreto; desde un Maestro de la Real Música a un Seleccionador de Fútbol; desde un Médico de la Real Psique a un Real Prisionero de Zenda”.
Hasta donde he podido encontrar, esto no es una simple broma de Reig: en la página web www.javiermarias.es, que no parece apócrifa toda vez que deriva al blog de Javier Marías, hay un amplio listado de la “nobleza de Redonda” en el que aparece Fernando Savater como “duque de Caronte y maestro del Real Hipódromo”. Pero detengámonos aquí, por abrupto que resulte. ¿No es necesario, antes de continuar, esclarecer a qué otro escritor amigo pudo designar Xavier I para tan alta responsabilidad como seleccionador de fútbol?
Amplia reseña y opinión. Revise, por favor, la puntuación y la gramática de su texto.