Breve defensa de la autoedición
José Luis Trullo.- En los últimos tiempos, tras un período de relativo pasmo y desorientación, empiezan a levantarse voces que cuestionan la utilidad, incluso la legitimidad de la autoedición. Se le imputan un sinfín de males: que suprime el control crítico editorial (como si éste fuera infalible), que inunda el mercado con papel mojado (como si el que se pone en circulación en el mercado convencional estuviera mucho más seco)… Se anuncian, incluso, webinarios -promovidos por asociaciones autoproclamadas representativas de los derechos de los escritores- para advertir a los despistados contra esta terrible amenaza.
Al final, todas estas jeremiadas se resumen en un mismo recelo frente a lo que constituye una auténtica revolución, no simbólica ni retórica, sino material: ahora los escritores pueden prescindir de intermediarios y dar a conocer sus obras sin rendir pleitesía a los propietarios de los medios de producción. ¡Cuánta osadía! La autogestión literaria, ¿qué será lo próximo? ¿Que los lectores puedan comprar los libros que deseen, sin obedecer el dictamen de un grupo de privilegiados que se proclaman a sí mismos guardianes de las esencias literarias? ¡La anarquía! ¡El caos!
No es extraño que esta condena de la autoedición provenga de quienes sueñan con reverdecer los auténticos gremios medievales, es decir: de los enemigos de la autonomía de los individuos para poner a disposición de la ciudadanía sus propias propuestas creativas. ¿Y no es eso, una sociedad libre? De hecho, si por algo se caracteriza el siglo XXI es, precisamente, por impulsar e incentivar la capacidad de los particulares de difundir sus obras sin pasar por el tubo de las todopoderosas corporaciones, utilizando cualquiera de las plataformas al alcance de un clic: desde la extinta MySpace hasta la reciente Patreon, pasando por los ya languidecientes blogs y los muros de Facebook (por no hablar de Amazon, Bubok o Lulu), cualquiera puede publicar lo que quiera sin pedir permiso a nadie. De hecho, yo lo hago con frecuencia, y no sólo me siento más libre, sino que me sale más económico: ¡la de sinsabores que me ahorro! Donde rema marinero, no se necesita patrón.
No dudo que, de todo el material autopublicado, sólo un simbólico uno por ciento encontrará eco masivo en un mundo como el literario, secuestrado por un puñado de editoriales con ambiciones olipolísticas; pero, a cambio cientos, miles de dignísimos escritores aficionados habrán podido ver hecho realidad su clásico sueño de tener un hijo, plantar un árbol y publicar un libro. Sólo a un canalla puede irritar una ambición tan modesta y, al fin y al cabo, inocua. Que yo salga en defensa de ella no significa que haga su apología: sólo proclamo su perfecto derecho a la existencia.