Alonso Pinto Molina: el reaccionario misericordioso
Enrique García-Máiquez.- Por estrictos motivos laborales, me paso la vida argumentando en los periódicos contra los progresistas. Pero el debate que de verdad me interesa, como sabe mi admirado y discutido Carlos Esteban, es aquel que se entabla entre los conservadores y los reaccionarios. Los reaccionarios piensan que este mundo no tiene remedio y esperan a los tártaros o el Juicio Final. «¡Que cierren esto!», exclaman a coro con Nicolás Gómez Dávila. Los conservadores susurramos con Bossuet que «lo propio de la misericordia es conservar» y no dejamos de ver, incluso ahora, causas nobles que sostener todavía. Nuestra queja principal contra los reaccionarios (dejando aparte el fastidio de que nos consideren tibios o acomodaticios o ingenuos o todo a la vez) es que no bajan a defender. Ellos sólo se lucen frente a la portería contraria. A cambio, les reconocemos que se lucen de lo lindo y que no dan lanzadas a moro muerto, ni mucho menos.
Alonso Pinto, autor de Colectánea. Una cruzada contra el espíritu del siglo (Cypress Cultura, Sevilla, 2020) se declara reaccionario, y quizá sorprenda a quien me conozca mi entusiasmo por este libro. Por supuesto, hay razones estrictamente literarias. Siempre que existen (lo cortés no quita lo valiente) me permiten admirar a las personas de talento que no piensan en absoluto como yo o que lo hacen, incluso, contra mí. La calidad de la prosa clara y precisa de Alonso Pinto salta a la vista. Este libro está lleno de aforismos tallados como diamantes: «La media verdad es la papada de la mentira»; «La codicia mendiga a las puertas de su propio palacio»; «Callar la verdad la tergiversa», etc. No puedo pensar en ningún gran aforista de ninguna época al que la atribución errónea de estos aforismos citados resultara inverosímil.
En el caso de Alonso Pinto, mi entusiasmo da un paso más allá o más acá de la literatura. Hay una admiración por el fondo de su pensamiento. Aquí es donde puede extrañar más la convergencia del conservador a machamartillo con el reaccionario recalcitrante, su rival verdadero en el mundo de las ideas serias.
En realidad, sucede que, como un judoka, utilizo la fuerza del contrario. Esto es, que la existencia de este libro de Alonso Pinto es una razón de peso para creer que el mundo no está tan perdido como cree Alonso Pinto.
Primero, por la certeza de su diagnóstico, que es un requisito previo indispensable para acertar con el tratamiento. La perspicacia con la que Pinto observa la sociedad actual asombra, estremece y convence. Véase este párrafo político-teológico, con tonos dignos de un conde de Maistre: «Negar la Trinidad de Dios y la trinidad de la familia no son dos negaciones diferentes, sino una sola negación de lo sobrenatural cumpliendo su sanción en la esfera de lo natural. Negar que Dios se hizo hombre para redimirnos del pecado es la premisa para afirmar que el hombre se ha hecho dios para poder pecar impunemente. Negar que el Hijo del Hombre volvió a vivir después de ser ejecutado es afirmar a la larga que los hijos pueden ser ejecutados antes de vivir. No hay negación de los dogmas católicos que no repercuta de forma más o menos inmediata en el género humano para su propia condena, deshaciendo realmente en la tierra lo que deshace virtualmente en el Cielo». Y, a partir de ahí, sin ningún respeto humano ni complejo intelectual, va concretando síntomas en un sinfín de circunstancias: «La misma ilusión que lleva a los hombres a colocar muchos espejos en una casa pequeña es la que lleva a las sociedades que han dejado de creer en su inmortalidad a llenarla de libertades». O: «La censura moderna no cercena los frutos de la conciencia, sino su flor». O: «Los antirreligiosos repiten que la religión sugestiona, que la religión sugestiona, que la religión… y así hasta sugestionarse». O: «Los habitantes de Sodoma y Gomorra creen ser más felices cuanto más tiempo tarda en caer la lluvia de fuego sobre ellos. Todavía no han comprendido que, en la mayoría de las ocasiones, esa lluvia no inaugura el castigo, sino que le pone fin».
Tras el crudo diagnóstico, Alonso Pinto aplica la afilada finura de su bisturí. El análisis de las razones del contrario es certero y tajante. Ensaya con pulso, junto al ana-lítico, el tono epigramático: «Mejorar la raza humana a través de la eugenesia es un absurdo lógico, pues quien la acepta demuestra su inhumanidad»; «Un hedonista no es otra cosa que un masoquista que comienza por el final y acaba por el principio»; «La gente suele llamar “doble moral” a lo que no es ni su mitad»; «Dios prueba su existencia y la inmortalidad del alma permitiendo que el hombre las niegue […] El estado indigno que el hombre ha alcanzado para vivir conforme a su mortalidad, es la prueba de que no ha sido creado para ella».
Después de localizar, abrir y limpiar la herida, practica curaciones: «Te lo advierto: como insultes a Dios una vez más, voy a pedirle que te perdone». Pinto es un autor muy sensible a la belleza de la que no se le escapa su sutil llamada a la trascendencia: «Lo que nos asombra de algo bello que vemos por primera vez es su asombroso parecido con aquello que nunca habíamos imaginado». Sus muy pertinentes comentarios metaliterarios muestran a un autor atento y sensible al oficio que se trae entre manos.
Tampoco su cristianismo es ni mucho menos tonante. Creído –lo que no es tan común como parece– y encarnado, no está exento de una recia misericordia, que conmueve más que tantas blanduras semiautomatizadas de moda: «Dios debe sentir por quienes se resisten a la conversión la misma ternura que sentimos nosotros por el niño que se limpia nuestro beso». Ni para hablar de la fe prescinde de la penetración psicológica de la que hace gala cuando juzga asuntos más sociopolíticos: «Enseña una oración a un niño y pídele acto seguido que te enseñe a rezar». Nos regala observaciones que impresionan como vislumbres de un diario de Léon Bloy: «Cuando un reloj de sol vuelve a marcar la hora tras una tormenta, llega tan puntual como los relojes que no fueron interrumpidos por ella. De la misma manera, quien abraza la cruz después de haberla abandonado, llega a Cristo al mismo tiempo que el que no la abandonó nunca».
No extraña, por tanto, que en este libro combativo y feroz subyazca un refulgente optimismo del más puro acero chestertoniano, que no renuncia al sabor de la aventura: «Agradezcamos que ahora para tener pudor haya también que ser valiente». Juzguen, para ir terminando, estas líneas de Pinto también de gratitud verdadera y de esperanza irónica: «Hay que agradecer a los enemigos del catolicismo que devuelvan a nuestra religión, de tiempo en tiempo, su insolencia original». La honradez intelectual de quien no puede dejar de sopesar la realidad contando con sus vetas de bondad y de belleza acerca a Pinto al lector conservador. «La esperanza es el noble prejuicio del amor», ha escrito inolvidable y hermosamente. Nos descubre un acabado lema conservador, a la altura del Esto perpetua! («¡Igual para siempre!») con que brindaban los miembros del club del Dr. Johnson y Edmund Burke, nada menos. Él cincela: «El pretérito imperfecto de “amar” no lo conjuga, lo desmiente».
Alonso Pinto nos ayuda a amar el mundo (lo que aún puede amarse en él) y sostiene nuestro optimismo –con perdón–. Es un signo luminoso que un libro como éste haya encontrado resquicios para poder ser pensado, escrito y publicado. Y que lo haya encontrado, para que usted, lector, decida sostenerlo en sus manos. La valía de su joven autor y el valor de la joven editorial son cosas que merecen ser celebradas y conservadas.