Beginning (2020), de Dea Kulumbegashvili – Crítica
Por José Luis Muñoz.
Hay que entrar sin perjuicios de ningún tipo en la turbadora apuesta de la directora georgiana Dea Kulumbegashvili (Tiblisi, 1986), que fue la triunfadora absoluta del atípico festival de San Sebastián de este año de la pandemia con los cuatro principales premios que se llevó. Beginning fue una apuesta arriesgada de un jurado presidido por Luca Guadagnino que premió una cinematografía periférica y un estilo visual rompedor frente a no pocas protestas de algún que otro crítico que se levantó de la butaca sin ver la película.
La ópera prima de Dea Kulumbegashvili es una película que, por su austeridad, recuerda al cine de Carl Theodor Dreyer, y también por el trasfondo moral de la historia, y está en las antípodas formales del cine de Terrence Malick (quietismo de la directora georgiana frente al baile de imágenes del director texano) con el que sin embargo comparte ese aire de parábola bíblica y preocupación religiosa.
Una comunidad de Testigos de Jehová de una pequeña población de le Georgia interior es atacada por unos fanáticos y su salón incendiado. Yana (Ia Sukhitashvili), la esposa del pastor David (Rati Oneli), una actriz que dejó su carrera por amor y subordina por completo su vida a la de su marido, recapacita sobre lo sucedido, sobre su propia existencia, sobre su matrimonio, su indefensión como mujer cuando su marido ha de ir a Tiblisi para conseguir un crédito con el que alzar un nuevo salón, su hijo y su rol de madre, y la dicotomía entre el bien y el mal, ese que enseña a sus alumnos de la pequeña escuela en la que imparte clases, a lo largo de los 130 minutos del film que llena con su presencia carismática, porque la premiada actriz Ia Sukhitashvili es la dueña indiscutible de la función, prácticamente está en todos sus fotogramas.
Beginning habla de los fanatismos opuestos, la de los sectarios Testigos de Jehová, con unas normas rígidas que aprisionan a Yana; la de los que los odian, por ser una comunidad al margen con sus propias reglas morales y forma de vida dentro de una sociedad, la de Georgia, en donde impera el credo ortodoxo. La película empieza con el marido de Yana hablando del sacrificio de Isaac por Abraham, ante su parroquia, sermón cortado abruptamente por la explosión de varios cocteles molotov, y termina con otro acto sacrificial, cerrando un bucle.
Dea Kulumbegashvili opta por un radicalismo estético a la hora de contar esta parábola: el plano fijo en el que entran y salen los personajes, y no es esta una opción que la directora haya tomado a la ligera para epatar sino muy estudiada. Yana contempla, por ejemplo, el incendio del salón del reino de los Testigos de Jehová bajo un árbol, imperturbable, sin expresar emociones, casi como ese árbol junto al que está; la secuencia estática, que dura quizá cinco minutos o más, y esa inmovilidad forzada del plano fijo queda compensada por la acción que es el crepitar creciente del fuego que arrasa el templo en un fuera plano sonoro. El sonido se convierte en una baza fundamental del film.
Beggining es una película dotada de una extraña belleza interna, telúrica, que tanto puede mover al espectador a aceptar este experimento fílmico como echarlo de la sala. Por momentos sus fotogramas oscuros, subrayados por la música inquietante de Nicolas Jaar, parecen imágenes de videoarte reforzadas por una rica gama de efectos sonoros sobre las que planea siempre una amenaza constante dentro de la aparente quietud. Sobrevuela en este film, fronterizo con el género negro y el terrorífico, una violencia latente que alcanza su cenit en la escena de la violación en el pedregoso río, con los cuerpos luchando casi fuera de plano de tan distantes, o la secuencia en la que Yana prepara en su batidora ese combinado de frutas y remarca precisamente el ruido del motor del electrodoméstico que resulta especialmente siniestro.
Hay en todo este largo film un discurso subyacente sobre el bien y el mal, que aflora sin matices, el blanco o negro de la simplicidad, en los sermones de los Testigos de Jehová de David, el pastor, de los que se hace eco Yana, su esposa, con los niños de su escuela (las únicas secuencias luminosas que subrayan la pureza de la infancia); el bien, frente al mal, la reacción de las autoridades policiales que les fuerzan a retirar la denuncia por el incendio del Salón del Reino, y sobre todo en la actitud del detective depredador que interroga a Yana y la incomoda con sus preguntas sobre su vida sexual, una de las secuencias más tensas.
Dea Kulumbegashvili no suelta al espectador a lo largo de las más de dos horas de este fresco tenebrista y lo noquea en esa aterradora y fantástica secuencia final, de resonancias bíblicas, que deja al espectador clavado en la butaca. Subyugadora opera prima la de esta joven directora georgiana de 34 años que pone a su país en el mapa del mundo; obra de arte indiscutible y gozo fílmico para quien se deje arrastrar por la fuerza de sus imágenes formalmente quietistas pero que remueven por dentro. Una película que habla en sus silencios y funciona toda ella como un espectacular fuera de plano constante y crece dentro de la cabeza del espectador una vez vista. Cine con mayúsculas.
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