La vida en la tierra, de Baudouin de Bodinat
La vida en la tierra
Baudouin de Bodinat
Traducción de Emilio Ayllón Rull
Editorial Pepitas de calabaza & El Salmón
Madrid 2020 215 páginas
PENSAR EL PRESENTE
Por Íñigo Linaje
Si se mira de manera superficial, la fotografía no muestra lo siguiente: un cielo ennegrecido por el óxido, un campo asfaltado de centros comerciales, residuos domésticos, cámaras de seguridad, autopistas de vértigo. Muchedumbres multiplicadas que transitan avenidas, vehículos circulando en una dirección, paredes agrietadas que amenazan ruina. No es difícil dibujar un cuadro como este: lo difícil -y doloroso- es verlo con los ojos y ser incapaz de insuflarle un ápice de vida. Aunque lo más fácil, en este caso, es volver la cabeza. Hacia otro lado.
La fotografía inicial no es una fotografía ordinaria, sino el paisaje que alguien que observa algo –pormenorizadamente- puede ver desde la ventana de un edificio de una ciudad cualquiera. Para interiorizar esa visión en el pensamiento es preciso ver esa realidad con unos ojos no educados en la costumbre. Para interiorizar la visión percibida es necesario mirarla desde diferentes ángulos, interrogarse acerca de ella, someterla al juicio de la razón y darle la vuelta, porque toda imagen manifiesta esconde -debajo de sí misma- un envés latente.
La persona que observa este lienzo abstracto -a lo Jackson Pollock- puede ser un ciudadano anónimo, llamarse de mil maneras o no tener nombre. O, incluso, no querer tenerlo. Baudouin de Bodinat es un autor clandestino que hace años escribió un manifiesto libertario titulado La vida en la tierra, que una década después de editarse en Francia se acaba de traducir al castellano. Alguien ha definido este panfleto revolucionario como una bomba filosófica: un inventario de la barbarie de esta sociedad industrial y totalitaria en la que vivimos.
En las primeras páginas del libro, Bodinat afirma lo siguiente: “Aquí, donde la economía racional nos ha deportado, todo es recién hecho, todo es apresurado, electrónico y nuevo, todo parece trucado y una rápida decrepitud se lo lleva”. Y se pregunta: “¿Qué queda del mundo del que venimos y de todo aquello que amamos?”. He ahí una primera cuestión, pues el libro está lleno de reflexiones suscitadas por la realidad que el autor percibe y luego disecciona. Hay, a lo largo del volumen, noticias leídas en periódicos, conversaciones escuchadas en la calle, propaganda escupida por la televisión y las pantallas luminosas del futuro. Hay lecturas de pensadores como Adorno o Lewis Munford -siempre críticos y contestarios- que suscitan nuevas preguntas. Y confirman viejas certezas.
Observador agudísimo de la realidad, Baudouin de Bodinat no lamenta la pérdida de un pasado (más o menos) glorioso, sino que alerta contra la cultura de la innovación permanente, contra el imperio de lo inmediato. Y critica la razón mercantil que domina todas las esferas de lo real: ninguna mercancía está hecha para durar -dice- sino sujeta a las leyes de una presta desaparición para que la rueda del capitalismo no deje de girar. Esa es la razón por la que muchos avances tecnológicos han supuesto la devastación de nuestro medio ambiente y un deterioro progresivo de la naturaleza. La destrucción de la capa de ozono, la multiplicación de los residuos radiactivos o la emisión de gases tóxicos se la debemos -en buena medida- a la industria aeronáutica y automovilística.
Pero si algo se ridiculiza en La vida en la tierra es la felicidad ficticia de la inventada clase media; una casta forjada -a golpes de ilusión- por la pastilla envenenada y alucinatoria de la propiedad privada. Una maniobra que se traduce en los bienes materiales que hemos de confeccionar y tirar constantemente: televisores gigantes, teléfonos omnipotentes, coches fastuosamente equipados. La pregunta de Bodinat no es qué nos ofrece la novedad, sino qué nos arrebata. E insiste: “No se lleva una vida normal impunemente: es tan normal como la cárcel industrial que se tiene que haber interiorizado para encontrarla normal. Solo una imaginación atrofiada por la mediocridad de esta vida totalitaria puede sentirse satisfecha con ella y hacer uso de sus accesorios, que terminarán por anular al individuo. Ese es el motivo por el que hay que inyectarle vida artificial conforme se va adaptando”. Esta misma reflexión la podemos formular de esta manera: ¿cómo puede soportar un trabajador, a lo largo de ocho o diez horas diarias, una repetición de movimientos mecánicos sin sufrir un menoscabo de sus facultades físicas y emocionales?
He ahí la gran mentira de la dignidad del trabajo asalariado; por no hablar de los métodos de vigilancia y explotación que padece cualquier trabajador y nadie denuncia. He ahí el fracaso clamoroso de un sindicalismo vendido a las grandes corporaciones: la pérdida escandalosa de derechos de los últimos lustros. Y, por supuesto, la farsa colosal de la sociedad igualitaria que ofrece oportunidades para todos: la posibilidad de una educación digna, el ingreso en la universidad, el libre acceso a los cargos públicos. Algo que resulta tan pueril como barata propaganda electoral, pero que todos sabemos mentira. De la misma manera que sabemos de verdades inmorales que nos negamos a ver: que hay una franja muy importante de la población mundial que vive en el umbral de la pobreza. Que no está en la misma situación un adolescente que vive en un chalet de lujo que quien lo hace en una edificación manufacturada.
A lo largo de la historia, esta ceguera voluntaria no ha hecho más que agravar las diferencias entre las culturas de Oriente y Occidente, entre las (mal llamadas) sociedades desarrolladas y las abocadas a una miseria extrema. Los gobiernos más poderosos, las grandes potencias mundiales, enarbolando la bandera de un progresismo necesario e ineluctable (pero no necesariamente necesario), han dejado en segundo plano lo que ellos mismos llaman segundo y tercer mundo, incluso han descuidado en los suyos propios -merced a la ambición desmesurada de sus economías liberales- servicios públicos fundamentales como la sanidad o la educación.
Mientras políticos y empresarios se dan la mano y dirigen los látigos del mundo, la fotografía ennegrecida del presente sigue siendo la misma esta mañana. Miramos de nuevo por la ventana y bebemos ruido, tragamos ruido, vomitamos ruido. Es el ruido de la Era de la Información que anestesia nuestros sentidos. Escribe Bodinat: “La somatización a la que está sometida la vida social equivale a la prohibición de pensar. Los hombres están tan contentos con ella que no se cansan de aplicar el mismo método a ellos mismos y a los suyos”. Y es que pensar puede resultar peligroso; sobre todo para quienes evitan que lo hagamos. Un exceso de raciocinio -o de extrema lucidez- puede llevarnos al deseo, por ejemplo, de aniquilar aquello (o a aquellos) que nos aniquilan lentamente.
Esta anulación del pensamiento tiene su correlato en nuestras relaciones personales, incluso en las anodinas conversaciones que tenemos con nuestros semejantes. Encerrados en una asepsia emocional desoladora, cada vez sabemos menos qué decir a los demás. Apenas somos capaces de cruzarnos de brazos y repetir mecánicamente los mensajes que nos ofrecen los medios audiovisuales, los chismes propios de un patio de vecinos. De esta manera tan sutil, nos convertimos en garantes de la seguridad y el orden y en emisarios de nuestros propios verdugos. Cómplices de un poder que nos humilla, necesitamos ruido y movimiento, y nos asustan el silencio y la nada. Por eso en todos los espacios públicos hay un rumor frenético, una música de fondo para ahuyentar el vacío. Es la alarma diseñada para distraer nuestra razón.
Alguien dijo una vez que un periodista es una persona que le dice a la gente lo que le pasa a la gente. Un escritor ejerce la misma función. O debería ejercerla. La vida en la tierra plantea dilemas universales sobre los que todos deberíamos reflexionar. La habilidad del autor para desnudar de mentiras las (supuestas) verdades del presente -y para poner en valor algunos bienes valiosos anulados por el progreso- habla de un compromiso con el ser humano que mira hacia el futuro. El hecho de acercarse a estas páginas reveladoras y visualizar el (sub)mundo que nos presentan supone ya un pequeño acto de insurrección. Porque si la palabra escrita atesora un poder es este: revelar realidades veladas para que alguien las interiorice y tome conciencia de ellas.
Igual que el periodismo facturado desde una mirada crítica o la poesía que bucea en los abismos del dolor, la filosofía nos dice -muchas veces- lo que no queremos oír o nos negamos a ver. Y nos obliga a mirarnos en un espejo convexo que revela nuestras fallas interiores, nuestras miserias más íntimas. Hay quienes se atreven a mirarse frente a un retrato obsceno de sí mismos; pero la mayoría de nosotros preferimos no hacerlo. El eterno problema, para nuestra desgracia común, es que hay personas que, por intereses partidistas, empresariales o, simplemente, por ignorancia siguen prefiriendo volver la cabeza. Hacia otro lado. Y en ese gesto se esconden, bajo la forma de la cobardía y del puñal más rastrero, los crímenes disfrazados de nuestro presente.
Una orientación precisa; una invitación indeclinable a su lectura.
Un punto de partida crítico (su germen, el origen de un Estado sometido entonces a los intereses de la burguesía del XIX) se formula filosóficamente en “El falso principio de nuestra educación”, de Max Stirner (pseudónimo de Johann Kaspar Schmidt). Bodinat describe muchas de sus consecuencias (aquellos polvos trajeron estos lodos).
Bien, todo esto que narra es evidente. Ahora bien, ¿qué solución tiene la persona? Digo solución real, en la práctica. ¡Ah!…ahí entra la disparidad de fuerza, David sin piedra ni honda y un Goliat crecido por haber vencido a David una y otra vez y por saberlo inerme.