Al habla con José Luis Muñoz, autor de ‘El centro del mundo’

PILAR M. MANZANARES.

El centro del mundo es una novela histórica que se puede también leer como una apasionante novela de aventuras con dos tramas paralelas que se entrecruzan: el avance imparable del ejército de Hernán Cortes hacia Tenochtitlan, sumando por el camino aliados gracias a las artes de Malintze, y la inquietud que eso produce en Moctezuma, que cree ver en Cortés la reencarnación del dios Quetzacoalt y el fin de su imperio. José Luis Muñoz ha escrito obras sobre casi todos los géneros, desde la novela negra -donde es un indudable maestro- a la erótica, de la denuncia social a la novela histórica, sin renegar por ello de su visión, a su vez límite pero esperanzadora, de un ser humano capaz de la máxima crueldad, pero también de enfrentarse a la injusticia. La ambiciosa y soberbia El centro del mundo es un magnífico ejemplo de este creador genial y variopinto.

1. Háblanos sobre ‘El centro del mundo’

Sin duda es el proyecto literario más largo, complejo y ambicioso que he emprendido hasta el momento. La idea de escribir una novela sobre la conquista de México por Hernán Cortés me rondaba ya por el año 2000 cuando Planeta me propuso escribir una trilogía sobre el descubrimiento de América que finalmente se concretó con “La pérdida del paraíso”. En el año 2005, con motivo de un viaje por México y a las pirámides de Teotihuacán, a 50 kilómetros de DF, la historia empezó a tomar cuerpo. La novela nació en México, en un caluroso verano, y finalizó en Bossòst, en un frío invierno del 2019 en el Valle de Arán. Durante esos quince años de escritura intermitente se han cruzado otras novelas, evidentemente, pero siempre volvía a “El centro del mundo” cuando las terminaba. Mi idea era hacer una crónica pormenorizada de esa aventura y explicarla desde los dos puntos de vista, desde el de los españoles conquistadores que no sabían exactamente qué iban a encontrar en ese territorio ignoto, probablemente la muerte, y el de los aztecas, que presentían con la llegada de esos seres barbados el fin de su mundo según sus profecías. Sin ser historiador, me apasiona mucho la historia, en concreto la de ese período de la conquista de América por lo que tiene de aventura excepcional y encuentro, o encontronazo más bien, entre dos culturas y dos mundos tan alejados. 

2. ¿Cómo ha sido el proceso de investigación para abordar este hecho histórico?

El proceso ha sido exhaustivo. Toda novela histórica tiene que estar perfectamente documentada. De mi viaje a México me traje la maleta llena de libros de historiadores mexicanos para saber cómo abordaban ellos ese hecho y tratar de ser lo más ecuánime posible al narrarlo. Me empapé, como no, de las tradiciones aztecas, de sus rituales, de su mitología, costumbres, forma de vida, estructura política de su imperio, urbanismo, gastronomía, costumbres sexuales… Quería que el lector viajara quinientos años atrás y estuviera allí. Como guía de viaje me sirvieron las crónicas de los conquistadores, ese trabajo descomunal y rico de Bernal Díaz del Castillo que, cuando dejaba la espada, empuñaba la pluma para contar todo lo que acontecía a diario. Entre otras obras consulté “Dioses prehispánicos de México” de Adela Fernández, “Moctezuma, el semidios destronado” de José Miguel Carrillo de Albornoz, “Los aztecas” de Elizabeth Baquedano, “Hernán Cortés” de Salvador de Madariaga, “La conquista de México” de Hugh Thomas y “Las cartas de relación” de Hernán Cortés. También me ayudaron a visualizar la historia películas como “1492” de Ridley Scott, “Apocalipto” de Mel Gibson o “El Dorado” de Carlos Saura.

3. ¿Es más complicado narrar hechos ficticios o reales?

En mi caso diré que la mitad de mis novelas tienen que ver con hechos reales que han acontecido,  hablo en concreto de “El mal absoluto”, reeditada este mismo año, que surgió de un programa que vi en la BBC sobre supervivientes y verdugos del Holocausto; de “El rastro del lobo”, nacida de mi fascinación por la capacidad de fuga infinita de un criminal de guerra nazi llamado Heribert Ferdinand Heim o esta novela sobre la conquista de México. Hay otro tipo de novelas que son más personales, en las que recojo experiencias vividas, más autobiográficas como “La manzana helada”, que surge de un viaje muy  especial a Nueva York en invierno; “Patpong Road”, que nace de mi miedo a morir y casi es un testamento; o de “El viaje infinito”, en el que a través de un personaje que viaja contantemente revivo muchos de mis recuerdos. Mi tetralogía sobre ETA formada por “Tu corazón, Idoia”, “La caraqueña del Maní”, “Cazadores en la nieve” o “El bosque sin límites”, es mitad ficción mitad realidad. Novelas negras como “La frontera sur”, “Lluvia de níquel” o “Te arrastrarás sobre tu vientre” son ficciones absolutas pero que nacen de algún viaje que me haya impactado o algún ambiente y época que quiera revivir.  Escribir sobre hechos reales te puede constreñir más, aunque luego uno se tome todo tipo de licencias para liberarse de esas ataduras. Escribir sobre hechos históricos te obliga a empaparte de ellos, pero no por esa razón eres menos libre a la hora de narrar. Una de las novelas que más he disfrutado ha sido una de encargo: “La pérdida del paraíso”. 

4. ¿Definirías este como uno de tus trabajos más laboriosos? 

Sin duda el más laborioso y complejo de todos, por el tiempo empleado en construir la novela y el esfuerzo que ha supuesto. La labor de documentación ha sido muy concienzuda, pero había que evitar que ese exceso de datos matara la narración, la hiciera farragosa, y por ello, además de subrayar la potencia épica del relato, las espectaculares batallas que tuvieron lugar durante ese avance a Tenochtitlan, introduje una serie de historias amorosas que humanizan un poco una narración marcada por la violencia de los hechos que se narran. No solo hablo de la relación que mantuvieron Cortés y la Malinche, una indígena que resultó vital para el éxito de la expedición, sino que me centro también en las de algunos de los capitanes que acompañaron a Cortés en su peripecia, en concreto Juan Velázquez de León. En la parte azteca hay una relación muy potente e incestuosa entre hermanos.  Es en ese tramo de la novela, que se va intercalando cronológicamente con la, denominémosla así, versión española de los hechos, en donde las dificultades han sido múltiples para intentar meterme en personajes no solo de otra época, sino de otra cultura y creencias que me eran muy extrañas. Narrar los sacrificios humanos exigía transmitir todo el terror de las víctimas que ascendían por los peldaños de las pirámides hacia el ara. Cuando estuve en el Museo Nacional de Antropología de México DF, saqué cientos de fotos de todos los utensilios que utilizaban los aztecas para sus rituales. Algo que me resultó muy laborioso, a la hora de componer los personajes, fueron sus larguísimos nombres sin consonantes apenas, difícilmente pronunciables y recordables. La parte azteca de la novela siempre fue la más compleja, pero la escribí simultáneamente a la española, respetando un orden cronológico de días porque quería situar al lector en los dos escenarios simultáneamente, era fundamental narrar en paralelo.   

5. ¿Qué ha sido lo más complicado a la hora de crear este libro?

“El centro del mundo”, que así se llama porque los aztecas consideraban que ese era el lugar que ocupaba su capital con respecto al resto del orbe conocido, lo comparo con una gran superproducción cinematográfica en la que juegan muchísimos elementos para que salga redonda. A lo largo de casi quinientas páginas que tiene la novela he tenido que lidiar con más de doscientos personajes, españoles, aztecas, totonacas y tlaxcaltecas, porque se trata de una novela coral, y eso es complicado porque no hay que perder a ninguno por el camino; cada personaje, hasta el más secundario, un arcabucero, un artillero, un sacerdote, un galeno, es una pieza de todo el conjunto que hay que cuidar; importa su descripción física, su forma de hablar, de andar, de comportarse. Introducir elementos de ficción e intercalarlos en los reales sin que desentonen ha sido laborioso. En la novela también hay costumbrismo para que el lector se introduzca en lo que es un hogar azteca y sepa cómo eran las construcciones, la distribución de las habitaciones, cómo y qué se comía, qué hábitos higiénicos tenían, rituales funerarios… La novela es prolija en cuanto a la descripción de paisajes, sensaciones, olores, colores… El calor, la suciedad de los españoles con sus vestidos de paño bajo sus pesadas armaduras, sus enfermedades, la belleza de la selva que también puede ser un infierno, están muy presentes porque el decorado cobra protagonismo en esta odisea. Juego en casi todas mis novelas con lo que yo llamaría sensualidad literaria para trasladar a los lectores las sensaciones que experimentan sus personajes. Si están haciendo el amor, de gozo. Si están guerreando, de máximo paroxismo. He tenido que recrear batallas épicas, rituales sangrientos, levantar en  mi imaginación una ciudad como Tenochtitlan de un urbanismo muy avanzado. Durante quince años he tenido todo ese universo en la cabeza sin perderlo de vista. Al ser una novela de tan dilatada escritura, podía caer en el error de variar el tono de la misma. Soy de la opinión de que cada novela tiene su música, como una sinfonía clásica, que viene predeterminado desde el primer compás, y por cuya melodía el autor ha de dejarse llevar. Eso hice, pero no siempre era fácil porque, como ya dije anteriormente, paralelamente a “El centro del mundo” estaba también en otras historias que nada tenían que ver con ella.

6. ¿Cuál es para ti el punto fuerte que hace que el lector se enganche?

Es una novela de aventuras que transportará al lector al pretérito y lo hará partícipe de un viaje extraordinario y lleno de riesgos, a un mundo de una dureza extrema, a veces de una crueldad insoportable. Es la lucha de dos imperios poderosos numéricamente muy desiguales. Los españoles compensaron la escasez de efectivos, que hacía prácticamente imposible el éxito de la expedición, con la astucia de saberse ganar para su causa a otros pueblos del Anáhuac como los totonacas y los tlaxcaltecas. Sin ellos no habrían podido acabar con el poderosísimo imperio azteca de Moctezuma. Hay un hecho que me movió a escribir la novela, fue su desencadenante, y es cuando Cortés toma la decisión de internarse en la selva con sus hombres y ordena hundir las naves, quemarlas, para que nadie tenga la tentación de volverse atrás. Esa decisión es clave en la narración. Son momentos históricos que tienen un enorme peso en el devenir de los acontecimientos y aún ahora me producen un erizamiento de la piel. ¿Qué debieron pensar los cuatrocientos españoles de Cortés cuando vieron que sus naves ardían? Aquí me he tomado una de las pocas libertades de la novela. En realidad las hundió, no las quemó, pero para la posteridad, quizá porque era mucho más espectacular ver una flota ardiendo, ha quedado la frase de Quemad las naves de Hernán Cortés equiparable en fuerza dramática a la de Cruzar el Rubicón o Alea iacta est atribuidas a Julio Cesar.

7. ¿Qué hay de ti en este libro?

El espíritu aventurero, aunque no es comparable con esa gesta extraordinaria, por supuesto. Yo jamás me habría embarcado con Cortés, no habría tenido tanto valor. A mi modo, yo también fui un luchador en mi juventud que se jugó el pellejo, como muchos otros camaradas, por la libertad de un país oprimido por una dictadura salvaje como era el nuestro durante los cuarenta años de franquismo, por unos ideales. Como muchos otros jóvenes de mi época, corrí muchos riesgos, pero eso no me arredró. Imagino que era también una cuestión de adrenalina lo de correr ante la policía o emboscarlos en una suerte de guerrilla urbana que practicábamos jóvenes universitarios encuadrados en una organización de izquierda radical. En mi vida actual, mucho más sosegada, me pierdo por los bosques infinitos del Valle de Arán en donde vivo desde hace años y siento una extraña unión con la naturaleza salvaje que me rodea, la llamada de la selva de la que habla Jack London en sus novelas de aventuras ambientadas en Alaska y Canadá; aquí, en el Valle, el riesgo es perderte en la niebla, que ya me ha sucedido, o encontrarte de frente con un oso, que también. De los personajes de mi novela siento debilidad por tres de ellos especialmente. Uno es Juan Velázquez de León, uno de los capitanes, que se enamora perdidamente de una indígena y se casa con ella, y con él me identifico más que con Hernán Cortés. Los otros dos son aztecas: Netzahualcóyotl, joven valeroso, y su hermana, la delicada Chimali, que viven una tórrida y trágica historia de amor prohibido.  Y odio a dos de ellos, y los hago especialmente odiosos: Nacuítzol, el despiadado decano de los sacerdotes, la encarnación de la muerte, y Pedro de Alvarado, el más violento de los capitanes que acompañaron a Hernán Cortés, voluble, pendenciero y sanguinario.

8. ¿Qué has aprendido con esta novela?

Que la historia, como los seres humanos, es ambivalente y en ambos, historia y hombre, se da lo mejor y lo peor. En casi todas mis novelas está presente ese dualismo bien/mal. Imagino que es un dilema moral que tengo por haber recibido una educación religiosa durante mi primera juventud que ha dejado un poso imborrable en mí. He intentado contar la historia de la conquista de México desde las dos vertientes sabiendo el riesgo que ello implicaba. He huido de maniqueísmos, como hago siempre. Los conquistadores saqueaban, violaban y mataban; los aztecas organizaban hecatombes de sangre en honor de sus dioses, rendían un malsano culto a la muerte. No hay nada idílico en ese panorama, por no haber no había ni buenos salvajes roussonianos puesto que los aztecas eran totalitarios y sojuzgaban a los demás pueblos del Anáhuac mediante el terror puro y duro. Y a los conquistadores les guiaba sus ansias de poder y repartirse las riquezas. En nada diferente lo que hacían los imperios hace quinientos años y lo que hacen ahora desencadenando guerras en zonas estratégicas para hacerse con los recursos de las mismas. El petróleo del 1500 era el oro, y para su desgracia abundaba en México como para su desgracia abundaba el oro negro en Irak. Existe una leyenda negra bien fundamentada y extendida por toda Hispanoamérica que resalta la brutalidad indudable de la conquista. Los españoles eran invasores, eso es un hecho incuestionable. En los murales del genial Diego Rivera se los representa como monstruosos y repugnantes lagartos metidos en sus armaduras, a lomos de sus caballos y rebanando cabezas. Curiosamente en esos murales el pintor mexicano se olvida de las masacres de los aztecas. A veces hablo con amigos mejicanos del tema y no habían caído en las brutalidades que habían cometido sus antepasados, o las minimizaban diciendo que formaban parte de sus creencias religiosas y sus costumbres. Creencias religiosas y costumbres de los españoles eran quemar herejes y brujas, y horrorizan en la actualidad. La historia no se puede cambiar, ni tapar, pero sí hay que procurar que determinadas actuaciones del pasado vuelvan. No hay malos ni buenos en mi novela, y eso creo que queda claro desde el principio. No tomo partido por nadie, no me alío con ningún bando, pero sí subrayo el horror de algunos hechos. Sé que en estos tiempos en los que se arrastran las estatuas de Colón y se reescribe la historia con los ojos de ahora, “El centro del mundo” puede levantar sarpullidos en las dos orillas. En la mía,  por mi visión cruenta de la invasión de un territorio cuyo objetivo era buscar el lucro personal de los implicados en ella. Para los de la otra orilla, la visión cruenta y negativa que hago de una cultura, la azteca, sanguinaria como pocas en la historia de la humanidad. En descargo de mis compatriotas siempre digo que así como los españoles se decantaron por el mestizaje, y el hijo que la Malinche tuvo con Cortés puede considerarse como el primer mestizo de América, y dejaron una impronta cultural en forma de ciudades espectaculares y el idioma común a más de trescientos millones de personas, los anglosajones, en su conquista del Nuevo Mundo, fueron genocidas, exterminaron a las poblaciones genuinas y pocos mestizos se engendraron porque eran profundamente racistas en su mayoría. Mientras en América del Sur y en México existen millones de nativos, en América del Norte hay unos pocos miles recluidos en las reservas. Me podrán decir, y lo admito, porque es cierto, que la cultura española atropelló a la indígena, la masacró y la quiso borrar, que se destruyeron templos y monumentos, que se menospreció su idioma en aras del castellano, que la viruela causó estragos, que se cometieron matanzas injustificadas de las que ningún español de bien puede sentirse orgulloso. A pesar de todo eso, España mantiene un vínculo afectivo muy fuerte con el continente americano y allá tengo amigos extraordinarios.

9. ¿Qué esperas de este libro?

Que guste mucho. Que guste a los aficionados a la novela histórica, a los de la novela de aventuras y a los de la buena literatura en general. Que los lectores emprendan a través de sus páginas ese gran y apasionante viaje por el pretérito, sufran y gocen a partes iguales, se conmuevan, en definitiva. Cuando escribo novela histórica hago siempre un viaje astral. Espero que los lectores lo hagan conmigo, sueñen que están en 1520.

10. ¿Te atreverías pronto con otra novela histórica?

Me gustaría, porque la llamada colonización de América da para una saga interminable, sobran argumentos que los escritores españoles son renuentes a escoger por ese complejo de culpa del que no nos hemos desembarazado y llevamos arrastrando desde hace siglos. Recuerdo un par de obras notables sobre el tema, “El dios de la lluvia llora sobre México” de Laszlo Pasuth, y “Azteca” de Gary Jennings, ambos extranjeros, el primero húngaro y el segundo norteamericano. El problema a la hora de escribir una novela histórica es la ingente inversión de tiempo que exige una obra de esas características, y no me queda demasiado. Quizá la epopeya de Álvar Núñez Cabeza de Vaca me seduzca, o la de Gaspar de Portolá, el primer gobernador de California, vinculado al Valle de Arán y cuya casa señorial es el Parador Nacional de Arties. Regálenme esos años extras y lo haré. 

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