Reseña de Regresar a Chile, de Javier Díaz Gil
Por Miguel Ángel Real.
PAISAJE Y TESTIMONIO
Regresar a Chile (Lastura, 3ª edición), de Javier Díaz Gil, comienza en Santiago, a la sombra de los Andes, donde el autor establece de entrada un oxímoron: “Es posible regresar a lugares / a los que nunca fuiste”, en el que resuena el pensamiento de Heráclito, creando, de entrada, la tensión de una obra en cuyas páginas van a converger la luz esperanzada y el pasado doloroso. Luz y dolor que se reflejan, por ejemplo a través de la voz renacida de Víctor Jara, pero también en la frecuente presencia de los espejos que crean un desdoblamiento del autor, como si éste dispusiera al regresar de una nueva oportunidad para buscar la manera de “cerrar la herida” que subyace en la inmensidad de Chile, en el que hay “paisajes y miradas / que no alcanzan/ con una vida”.
El río del filósofo griego tiene nombre propio: el río Mapocho, que “atraviesa el tiempo y se lleva el dolor”, pero no olvida, porque son precisamente “el odio y la venganza” los que vienen a lavar las aguas, aportando esa necesidad de memoria a pesar de los años. En el esfuerzo que supone todo regreso, el poeta se siente acompañado por las voces y las manos que hicieron Chile, y que son “parte de la piedra”: se escuchan ecos de Neruda en Isla Negra, de Allende en el Cementerio General de Santiago, de los “nombres escritos / sobre el muro blanco / de Villa Grimaldi” como el de Marcelo Eduardo Salinas Eytel.
La naturaleza, como en Canto General, tiene un papel preponderante: pero si Neruda abría su libro recordándonos que “antes de la peluca y la casaca / fueron los ríos, ríos arteriales”, Díaz Gil nos explica que “La Naturaleza / creó al Hombre / para que la contempláramos”.
Para que esa contemplación no sea en ningún modo pasiva, para responder a la amenaza de un cielo que quiere “revelar la verdad”, se recrean a lo largo de los cincuenta y tres poemas del libro amplias sinestesias -frío, luces, voces, tactos- que intentan abrirse paso ante el desgarro que persiste en un país repleto de ausencias y que se subliman en palabras esenciales que, surgiendo de los paisajes, cumplen con el deber de memoria, auténtico protagonista del libro.
No se trata, precisamente, de un poemario meramente descriptivo sobre la belleza de Chile: el paisaje es una presencia más, aunque en el periplo que va de Atacama a la Patagonia esa naturaleza no hace olvidar al autor que la luz es “tan solo espejismo”, no un fin en sí misma. En una identificación interesante, es el propio poeta el que se define como isla o desierto, apesadumbrado tal vez por la obligación de abrir los ojos. Pero es evidente que la hermosura natural no le deja indiferente, como comprendemos al leer que la mayor pena es la de los moais de la Isla de Pascua, “condenados eternamente a no contemplar” su tierra.
En algunos poemas, especialmente sobre la Patagonia, admiramos, junto con el autor, la profundidad de la tierra que visita, y comprobamos, con él, que los paisajes respiran y transmiten belleza y angustia, recordándonos que solo estamos de paso. Hay, con todo, una emoción intensa en la observación de los lugares “donde siempre estará amaneciendo”, como queriendo que en los versos confluyan pasado, presente y futuro para intentar aportar cierto sosiego.
Pero no hay que olvidar que el tema fundamental del libro es el valor de la palabra, “alimento del dolor / y su remedio”, porque el silencio, para un poeta como para un pueblo, es sinónimo de muerte. Este mensaje universaliza la obra de Javier Díaz Gil, profundamente arraigada en la tierra pero alejada de la anécdota, puesto que existe una inquietud permanente de rendir homenaje, huyendo en todo momento del simple relato de viajes. Es la palabra, como la luz, un remedio contra el olvido, contra el tiempo que pasa; es asimismo el ingrediente esencial “para acabar con el miedo, / acabar con los silencios / de los espejos sin memoria”.
En la nostalgia que surge de la brevedad de su regreso, sin ninguna grandilocuencia, el poeta nos acerca así al dolor de un país que “se conjura contra el olvido”, que siente y muestra sus llagas haciendo que llegue hasta nosotros un mensaje diáfano sobre el valor esencial del testimonio.
Muchas gracias, Miguel Ángel por tu lectura y tu generosidad. Has definido perfectamente el espíritu del libro. Te lo agradezco infinito. Un abrazo enorme.
La verdad que dan ganas de sumergirse en Chile de nuevo a través de tus páginas. Gracias también por la reseña, está muy bien escrita