Edwin S. Porter. El reverso forajido de los Lumière
Por Carlos Ortega Pardo.
En su imprescindible Historia del cine, Román Gubern califica a Edwin S. Porter de “lugarteniente de Edison en […] tareas de bucanero intelectual”. Redondea la vitriólica semblanza añadiendo que se trataba de “un marinero escocés con un pasado nada plácido, que llegó a convertirse en operador y luego en jefe de su estudio de 1902 a 1910″.
A Thomas A. Edison, “Fénix de los ingenios” e insaciable tiburón de las patentes, cabe atribuirle, junto a los hermanos Lumière, la paternidad del cine, merced a su invención del kinetoscopio. A partir de lo cual se dedicó, en efecto, a la liquidación sistemática de la incipiente competencia y a agenciarse por las bravas todo negativo foráneo que se pretendiera proyectar en territorio americano. Cuando la ley dejó de amparar sus abusos, optó por una maniobra más sutil para satisfacer las demandas de su casi monopolística cuota de mercado: el plagio. Aquí es donde entra en acción ese “escocés” (?) de Pensilvania que había trabajado como electricista en la marina primero y como proyeccionista itinerante después. Contratado por la Edison Manufacturing Company, no tarda en quedar al cargo de los estudios de Nueva York.
Uno de sus primeros films conocidos es Terrible Teddy, The Grizzly King (1901), brevísima —apenas un minuto— sátira de la pulsión cazadora que embargaba al entonces vicepresidente Theodore Roosevelt. Jack and the Beanstalk (1902), más larga —10 minutos— y ambiciosa, adapta el célebre cuento de hadas. Aunque adolece de la frontalidad característica de esos sainetes toscamente filmados que eran las películas primigenias, abundan los trucajes y transparencias al estilo de Méliès y emplea el fundido para las transiciones entre escenas.
Más modernidad se observa en Salvamento de un incendio (Life of an American Fireman, 1903), de seis minutos, donde a unos fundidos más refinados se suma el recurso del primer plano para mostrarnos el accionamiento de una alarma y una tentativa de montaje paralelo, aquejada de un raccord todavía deficiente y que se ha demostrado producto de una reedición posterior. Dicha técnica tampoco es un hallazgo suyo, sino de los pioneros ingleses de la escuela de Brighton. Como se ve, Porter no inventa nada, se limita a aprovechar las ocurrencias de otros en su propio beneficio, ad maiorem gloriam de su omnipotente patrón. Si bien su siguiente película obliga a poner dicha acusación entre paréntesis, toda vez que con Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, 1903) se saca de la chistera el western, nada menos.
Porter conjuga en Asalto y robo de un tren todas aquellas innovaciones ajenas y las perfecciona hasta tal punto que, en su día, la película se promocionó bajo el eslogan “la obra cumbre del arte cinematográfico”, y ello sin que el entusiasmo publicitario faltase a la verdad en absoluto. Los problemas de continuidad que evidenciaba el montaje de Salvamento de un incendio han sido superados y, aunque algunas escenas presentan todavía la teatralizante bidimensionalidad habitual, otras vienen adornadas con una profundidad de campo ciertamente novedosa. La ubicación de la cámara en el techo del tren enriquece la perspectiva y dota de gran dinamismo a la escena de la lucha con los fogoneros y el maquinista.
Asimismo, el primer plano —en rigor, plano medio corto— de Justus D. Barnes deviene uno de los primeros iconos del séptimo arte, cuyos ecos se escuchan, por ejemplo, en la inolvidable presentación en sociedad que John Ford le regalara a su tocayo Duke Wayne en La diligencia (Stagecoach, 1939). Aislado de la historia, e incluso del espacio —el pistolero se recorta sobre el vacío de un fondo negro—, podía colocarse indistintamente al comienzo o al final de la película, al gusto del exhibidor. La verdad es que, en comparación con el funcional primer plano de Salvamento de un incendio, la de semejante facineroso vaciando el cargador sobre la platea constituye una imagen mucho más poderosa.
Esta especie de reverso forajido de la seminal Llegada del tren a la estación de La Ciotat (L’arrivée d’un train à La Ciotat, 1896), de los hermanos Lumière, tuvo un éxito inmediato y arrollador, dando pie a un sinfín de sucedáneos, entre ellos la paródica The Little Train Robbery (1905), firmada por el propio Porter.
No cabe duda del enorme salto adelante que para el cine supuso Asalto y robo de un tren, configuradora de una narrativa propia, independiente al fin de las engorrosas servidumbres teatrales. Sirvió también para llevarlo de la barraca de feria al nickelodeon, cuna de la moderna sala de cine, cimentando así la inminente creación de un espectáculo de masas.
Ninguna de las posteriores cintas de Porter logrará igualar la calidad y la originalidad de su fundacional obra maestra. Ni La cabaña del tío Tom (Uncle Tom’s Cabin, 1903), la más larga rodada hasta entonces en los Estados Unidos, ni sus incursiones en el realismo social en la línea de Ferdinand Zecca con The Ex-Convict (1905) y The Kleptomaniac (1905). Como curiosidad, en 1908 dirige a un desconocido D.W. Griffith en Rescued from an Eagle’s Nest.
Deja de ser el brazo ejecutor de Edison, pasándose en 1912 a las filas de uno de los escasos competidores que habían logrado seguir rodando, en ocasiones pistola al cinto: Adolph Zukor, fundador de la productora Famous Players Film Company, embrión de la más tarde todopoderosa Paramount. Debuta con El prisionero de Zenda (The Prisoner of Zenda, 1913) y continúa dirigiendo durante un par de años hasta que resulta evidente que sus métodos han quedado irremisiblemente obsoletos.
En 1916 abandona Famous Players para dedicarse a la investigación del cine en 3D, formato que más de cien años después no termina de eclosionar, tal como atestiguan los cíclicos intentos a que se somete la paciencia del espectador. La firma que fundó al efecto, Precision Machine Company, se fue a pique con el crack del 29. Acabó trabajando para una empresa de electrodomésticos hasta que, prácticamente olvidado como tantos otros pioneros, muere en 1941.