‘Bajamares’, de Antonio Tocornal
JOSÉ QUESADA.
Imagínese usted la luz de una linterna —la luz de la linterna de un faro, para ser precisos—, que descorre la oscuridad palmo a palmo y dibuja sobre la piel del mar los trazos de una historia; la Posibilidad de una historia más bien, pues hasta aquí todo es camino, expectativa, deslumbramiento y gozo. Imagínese que no puede usted dejar de mirar ese mar que se va descubriendo ante su vista, su súbita claridad en mitad de la noche, porque sabe, y esa es una posibilidad cierta, que el haz de luz de la linterna del faro acabará sacando a la superficie de la umbría un desenlace. Usted va tras el desenlace, ese culmen que es el éxtasis, el estallido final de toda historia, pero al que usted renunciaría con tal de seguir viendo la piel del mar infinitamente. A esas alturas usted ya ha caído bajo la influencia hipnótica del narrador, de los múltiples narradores, y usted ya es un elemento más en ese submundo de tramas y personajes y ritmos y mareas, y se encuentra a merced de un tipo que maneja la prosa y los tiempos como si estuviera hecho de la misma materia con que se fabrican las prosas y los tiempos.
Pues eso es lo que me ha pasado con «Bajamares», de Antonio Tocornal, que mientras más me acercaba al final del libro más quería que sus múltiples narradores nunca dejaran de contarme cosas sobre los ariscos perfiles de la Isla Espino, sus naufragios, sus cadáveres anónimos y de pies fríos sepultados por el mar del tiempo, sus constelaciones imaginarias, sus lagartos reales, el sexo a la sombra del árbol de las novias, la gravedad imposible de un viaje a las antípodas, o las ballenas viajeras, emisarias transoceánicas de la palabra del «Diccionario enciclopédico hispano-americano».
Pero el desenlace ocurre y, como la noticia de una verdad cuya lectura ha sido pospuesta y arrinconada por mucho tiempo, coloca al lector ante sí, ante una Posibilidad que descubre única, pues aunque la Literatura sea un juego de posibilidades y certezas, se deja plagiar por la vida y, como la vida, termina, aunque quede vibrando aún por un período indefinido donde quiera que sea esa parte del alma donde vibran las cosas que emocionan y conmueven. Y no hablo del tiempo que un libro queda en la memoria, sino del tiempo que sigue aún latiendo, viva, la sensación de haber existido dentro de él, de haberse empapado con sus oleajes o de haber sentido la acrofobia en sus alturas.
Esto no pasa a menudo cuando uno cierra la última página de una novela. No siempre tiene el lector la sensación de haberse transitado a sí mismo a través de la palabra de otro. Lo normal es cerrar un libro y que le queden a uno ciertos ecos menores, el temblor aún vivo de alguna idea bien desarrollada, el fulgor de una metáfora, el trazo leve de ese personaje que vagamente nos recuerda a nosotros. Eso es lo normal. Pero en este libro que cerré anoche, después de posponer durante horas la lectura de sus últimas páginas —había que prolongar la Posibilidad mientras mi curiosidad me lo permitiera— tengo la percepción de haber transitado por una realidad literaria, entendiendo como tal la realidad alternativa capaz de situarnos en ese plano desde el que miramos nuestra realidad como una novela, mientras habitamos dentro de aquella, padeciendo sus rigores y sus comodidades como un personaje que mira la escena desde un rincón en penumbra o desde el ojo de luz de la linterna de un faro.
La novela se titula «Bajamares», ya lo he dicho, y resultó ganadora del XIX Premio de Novela Corta Diputación de Córdoba. Cuando a principios del mes de octubre del año pasado, aprovechando un viaje que hizo a Sevilla, Antonio Tocornal me habló de ella, ya puso en mi interés la semilla de un árbol, pero no imaginaba yo, entonces, que al cabo de los meses granaría en mi jardín este limonero de hojas frondosas y fruto tan jugoso en forma de novela memorable.
Además de escribir y sensibilizar con tus palabras posees el don de despertar el interés hacia otras lecturas, obligatorio leer Bajamares